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Bajo «La Sombra del Viento»

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En el Cementerio de los Libros Olvidados aprendí a escribir, a reconocer en las puntas de los dedos historias dignas de contar. Aprendí a mirar los libros a través de una óptica diferente, una lente que puede ser mutada, girada en múltiples grados hasta convertirla en algo propio, algo que forme parte de uno mismo.

Nunca conocí a Zafón, nunca hablé con él, y lógicamente jamás podré llegar a hacerlo. Pero a pesar de ello pienso que fue gracias a él, gracias a su forma de contar, de expresarse sobre el papel por lo que yo me animé a escribir. Su visión de las cosas, su manera de mostrar las sombras, los universos ocultos, la luz superviviente dentro de esas mismas atmósferas y algo, algo indescriptible que hizo que me uniese, como peón inconsciente a cada una de las historias, a sentirlas, a vivirlas y a devorar cada uno de sus libros sin pensar que se pudiesen llegar a terminar algún día. Porque todavía no he encontrado nada parecido, ni remotamente, nada con lo que conecte desde el primer momento, con lo que olvide el paso del tiempo y despierte de pronto en el corazón de la noche, bajo la oscuridad de su sombra, entre «La Sombra del Viento».

Ahora, observando el cielo nublado y los mosquitos, como motas de polvo al contraluz, imagino a Daniel Sempere, a Fermín Romero de Torres, a la maravillosa Marina, y a todos sus personajes juntos, unidos en el vaivén de la brisa que arrastra el olor a sal. Arrastrado como arrastré todos sus libros, empezando por «Luces de Septiembre» y acabando con «El Laberinto de los Espíritus», desde la playa hasta la cama, en mochilas descosidas y bolsas del supermercado, en tardes y noches que como dije, se convirtieron en suspiros regalados a las páginas. Regalados como se regala ese tiempo sin prisa, ese tiempo que con el paso de los años se recuerda con un sabor diferente.

Nunca conocí a Zafón, y a pesar de ello agradezco su paso por mi vida, como lo agradecerá muchísima gente, a la que sin conocerlo endulzó días y noches con sus historias, con su oscuridad luminosa. Y seguirá haciéndolo, porque eso es lo bonito, lo bueno y curioso de los libros, que uno puede haberse ido y a pesar de ello su voz sigue resonando en la mente de todo aquel que se atreve, que se anima a recorrer las líneas, que se deja llevar a través del sendero escrito. Adentrándose en la niebla sin saber lo que vendrá más adelante, acompañado por un guía invisible, que esté donde esté, sabrá conducirlo hasta el final.

 

 

«La Barcelona de mi juventud ya no existe. Sus calles y su luz se han marchado para siempre y ya sólo viven en el recuerdo. Quince años después regresé a la ciudad y recorrí los escenarios que ya creía desterrados de mi memoria. Supe que el caserón de Sarriá fue derribado. Las calles que lo rodeaban forman ahora parte de una autovía por la que, dicen, corre el progreso. El viejo cementerio sigue allí, supongo, perdido en la niebla. Me senté en aquel banco de la plaza que tantas veces había compartido con Marina. Distinguí a lo lejos la silueta de mi antiguo colegio, pero no me atreví a acercarme a él. Algo me decía que, si lo hacía, mi juventud se evaporaría para siempre. El tiempo no nos hace más sabios, sólo más cobardes.»

«Marina», Carlos Ruiz Zafón 1999

 

 

 

 

 

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