El último poema

Mi último poema,
el que escribo en esta estación
sin nadie que pueda leerlo,
sin nadie que quiera verme
a los ojos, de frente.
El último que nace de unos labios
sin carne, ni ríos, ni playas
ni rocambolescos giros de guión,
ni señales en sueños de mares
o cines imperfectos, o rayos
que escrutan la oscuridad misma,
la mía.
La he visto pasar hace horas
y ni siquiera me ha mirado,
ni la sonrisa subyacente
que ha aflorado bajo mi máscara,
que le desea otros trenes
abarrotados de gente
de frases y canciones,
de luz.
Hablo a la noche sin estrellas
mientras el suelo tiembla, o mis manos
y esta carta se marchitan a su vez
en contoneos de viento frío
y calurosos susurros de recuerdos
que me encierran.
Mi último poema, como siempre,
es un hombre en una estación,
en un banco de metal, en un país desconocido,
en una barca desde la que te miro
y una pala que se cuela
en las entrañas de un mar púrpura
y una luna reflejada a la espalda.
Ya no me pregunto dónde estarás,
las luces del tren desaparecen y mis alas
se extienden como nubes de polvo
encerrando las palabras que guardé
antes de irte, antes de sacar el billete,
antes de anclarme al suelo, antes de perderme
en este mar de gente, de ruido incandescente.
Mi último poema, sonrío,
es igual que el primero.