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De los treinta

Escribo sobre una roca,

al pie de tres árboles que susurran

un coro de voces agónicas,

de posibles mundos, de murales y nudos.

 

Escribo y más allá conduzco a lo largo

de una autopista que serpentea y lloro

amargamente por nada, alegre un poco,

sin tiempo para verme dibujar.

 

Dibujo sobre un cristal,

un vaho que despliega formas de vapor,

mientras un coche pasa y descarrilan

unas doscientas ideas para pintarte

en un mural de carne.

 

Y el vaho dibuja una piragua

donde las palas levantan el agua

y la superficie me devuelve, como notas de aire,

un recuerdo que borro sin lograrlo,

un tiempo que invento cada tarde.

 

Veo una piragua a lo lejos

pero no distingo la figura que la lleva.

Las manos tras la espalda y vuelvo a aspirar el humo

de un cigarro que morirá muy pronto,

grito, río, me zambullo en un sinfín de «yoes»

que me dicen que corra, que vuele,

que ya no queda arena

en el reloj de cuerda.

 

Nazco de nuevo y guardo el baúl

de recuerdos anudados, de posibles,

de barcos, de nieve, de rayos celestiales,

de fugaces y de estrellas de agua,

de ojos, de labios, de lluvia…,

de un hombre que es risa pero sombra

por dentro.

 

Escribo sobre una roca,

despertando de pronto

de la muerte con alas de noche,

de los treinta que dicen que sea

un árbol todavía joven.

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