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Timbre

Miras el reloj otra vez. Una de la tarde y vuelve a sonar el timbre, ese que te revienta por dentro, a pesar de marcar la salida. Abres la taquilla, esa que huele a rancio y a zumo caducado (normal, hay un zumo que te saluda desde hace dos años en su interior), te vistes con ropa que no parece roída por ratones, ratas o carcoma, y dejas esta misma con la parsimonia propia de un preso, de un condenado a muerte que ya no espera nada de la vida.

Es la hora de comer, ya ves tú, la hora de comer las sobras de la noche anterior, esas que preparaste a partir de una pizza reseca y una lata de atún, gran reserva de 1983, además de adornarla con tres cuartos de media lechuga, porque ante todo comes sano, comes bien y quieres ser el más atractivo de la playa el verano que viene. Te ríes, en parte por la imagen de tus lorzas al calor del sol, en parte por ese autoengaño y pizca de humor que te ha otorgado Dios en contrapartida a la falta de motivación y autoestima que te vienen rondando desde que comenzaste a gatear.

Una y cuarto y miras el paisaje. Una pista de tierra batida que a falta de Nadales o Serenas se viste de gala con coches en ruinas y carros que hacen aparentar a sus poseedores algo más que tristes esclavos rebozados en cortes, heridas y polvo. Coges un libro que también huele a rancio, pese a que no ha entrado en contacto con la taquilla huele casi igual, solo que por lo menos en él podrás colarte por las comisuras de la realidad y llegar a otra parte, a otro mundo que alguien habrá inventado para ti, sin conocerte, sin entenderte y a quien realmente no le importas una mierda. Luego, en un arrebato de orgullo y vanidad, regresas al reverso del libro, porque las venganzas se sirven frías y el chocolate espeso. Te ríes, «está muerto, que se joda» proclamas para tus adentros, victorioso como un energúmeno en la fiesta de un pueblo que acaba de mearse en la pista de baile cuando una orquesta toca sin parar la sintonía de «Oliver y Benji», primer movimiento en «do menor».

Por momentos elevas la vista y recuerdas a esa niña que te miraba sin verte a una altura considerable del suelo. Lo haces casi todos los días, repasando cada conversación, cada momento, como si hubieses pasado años sintiendo su corazón en alguna parte del tuyo. Las nubes se vuelven espesas y te preguntas en qué momento se tuerce la vida, o el tiempo, o se parte el cableado que la rellena como a un pavo en Navidad y ese pobre animal se convierte en un amasijo de carne infecta, sobre una alfombra de la feria del mismo pueblo del borracho onanista de antes. En qué preciso momento pasaste de vanagloriar el pasado y lo convertiste en una sombra que se arrastra como una serpiente sobre cada drama diario, por pequeño e insignificante que pueda parecer. A temerlo, a amarlo, a sodomizarlo sin miedo, a publicarlo en internet sin vergüenza y sin pudor. 

Un zumo de naranja, miradas esquivas a los cuatro gatos que pasan, deseos de lanzarse a las vías de algún tren que vaya de camino a Portugal, o a Madrid, para que la sangre recorra el mayor tramo posible de red ferroviaria. Pies sobre el salpicadero, en actitud hostil y prepotente, miradas al teléfono móvil para ver cuantos «me gusta» le ha dado la «niña de las alturas» al «memo del coche», o cuantos mensajes te ha mandado la familia, tus amigos del jueves en coma o la persona de la que no mereces mayor cariño que cuatro bofetadas y un golpe en el riñón, y que aún así te da más.

Perder la vida en un zulo lleno de ruido para encontrarte al salir con otro zulo de silencios. De pensamientos que marean y aturden pero que a la vez parecen necesarios, de dudas, de partir hacia un lugar lejano en el que puedas sufrir de una manera diferente, de hacerte pescador, de hacerte viejo a partir de la salitre, de abandonarte al contoneo sinuoso de las olas batiendo contra un casco lleno de moluscos incrustados, de hacerte uno con la marea, de regurgitar sobre la cubierta algún poema esquivo y recogerlo al momento para convertirlo en un recuerdo, para escribirlo más adelante. De romper el hielo con un punzón gigante para que el barco de papel cruce los polos, de inventar una canción y bailar junto a la tripulación hasta que las horas se lleven el sol, el hielo y el mismo mar. 

Cierras el libro, no te has enterado de nada, no sabes ni siquiera de qué va a pesar de llevar casi doscientas páginas. «Estas historias se pueden contar en tres párrafos, no sé para qué se enrollan tanto» piensas porque en parte eres un poco idiota y en parte porque eres incapaz de escribir más de dos carillas sin empezar a marearte. Luego recortas un cacho de papel y escribes algo que te gustaría decirle a alguien, pero que en persona jamás dirás. Lo enrollas y lo tiras dentro del bolsillo, quizá al llegar a casa lo publiques, cuando salgas de la cárcel o cuando encuentren tu cadáver bajo los escombros de la misma.

Quién sabe, quizá ese día sea el último… (timbre y redoble de tambor)

 

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