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Nuria

“No pude olvidar aquel día, apartarlo de mi memoria. Por más que lo intentaba más veces regresaba a ese punto, a ese camino de piedra rodeado de flores mustias y hierba cubierta por pequeñas telas de araña y gotas de rocío.

Tengo trece años y las canciones han terminado, se han ido para siempre a un rincón lleno de penumbra y soledad. Las manos las he metido en los bolsillos para que nadie vea que están llenas de culpa, de remordimientos, de ensoñaciones que acaban de ser cercenadas de la noche a la mañana. Como si un animal carroñero hubiese devorado los restos de un amor de verano en medio de un descampado exento de vida, exento de voces de niños. A pesar de que la sombra de una noria se refleje sobre el suelo, tan lejana como el coche que acelera unas manzanas más allá, dejándote atrás.”

 

La gente entraba en la sala, daba el “pésame” a la familia y se marchaba. En una especie de escenificación propia de una teleserie barata o un teatrillo callejero que nadie desea ver. Solo que en aquella ocasión todo era real, todo sucedía ante sus ojos.

Tenía la capucha puesta, la tez pálida y bajo los párpados amanecían nubes grises que amenazaban chaparrón cada vez que su mirada se cruzaba con la de alguien. No es que muchos se fijasen en él, es más, los pocos que lo hacían parecían olvidarse a los pocos segundos de que lo habían visto, como si fuese una hoja tirada o un gorrión muerto.

“En realidad no debería estar aquí”, pensó para sí mientras se volvía a sonar los mocos. Ya se había acabado dos paquetes de pañuelos durante la caminata que lo había llevado al tanatorio y otro más mientras esperaba allí de pie, con las manos en los bolsillos, perdido entre dudas y ganas de escapar de aquel lugar para siempre.

Estaba seguro de que sus padres no lo reconocerían, de que nadie sabría quién era ni lo que hacía allí. Quizá, si la valentía llegase a su boca y a las cuerdas que vivían en su interior, podría colarse algún recuerdo en las mentes de aquellos que lloraban a pocos pasos de su mirada perdida. Pero de todas formas prefería esperar, caminar un poco y despejar la mente, hasta que estuviese preparado.

Una zona acristalada que daba a un pequeño jardín apareció ante él mientras recorría los pasillos como un alma en pena. No había nadie, lo que hizo mucho más sencillo el deslizarse hasta allí y sentarse sobre un pequeño banco que de no estar lloviendo se encontraría a la sombra de un olmo de alargadas ramas.

Las nubes se agrietaban, se movían, formaban dibujos imposibles…, una gaviota volaba impasible entre ellas, como si el viento y las pequeñas gotas de lluvia no le importasen en absoluto. Siempre, cada vez que veía un pájaro en el horizonte, quería convertirse en él, despegar del suelo, flotar en el aire como un pasajero perdido de algún libro de ciencia ficción, llegar a otra parte del mundo, salir de su vida, escapar…

Pero en aquella ocasión aquel deseo era todavía más fuerte, un anhelo profundo que se clavaba entre las costillas y subía hasta su cabeza, haciendo que pareciese un títere roto, observando el cielo como un idiota.

Golpeó dos veces su muñeca, un tic que llevaba consigo desde los cinco años, cuando una medusa en la playa le había quemado la mano. Recordó aquel día, tan lejano como la gaviota y su viaje, recordó aquel día y las semanas previas a la muerte de Nuria, como si el dolor llevase al dolor a través de una cuerda invisible de años grises.

La había conocido en la escuela, tenía un año más que él y su pelo negro corto la hacía parecer algo mayor. Estaba sentada en uno de los bancos que rodeaba la pista de fútbol, a la sombra de una camelia frondosa que diseminaba aquí y allá cadáveres de flores mustias. Tenía un cuaderno sobre las piernas y dibujaba sin hacer demasiado caso a lo que sucedía a su alrededor.

Había más niños; unos jugando al fútbol, otros riéndose en corrillos y algunos comiendo la merienda que les habían preparado madres, padres, tutores legales o cuidadores de diversa índole. Pero él simplemente la miraba, era nuevo en la escuela y no se le daban bien las relaciones sociales. Lo suyo era esperar, observar y dejar que el tiempo hiciese lo que tuviese que hacer. La miraba desde atrás, apoyado en el árbol, observando cada mueca, cada gesto que emanaba de aquella pequeña pieza de porcelana que parecía a punto de romperse en cuanto alguien tosiese o estornudase al pasar.

– Si quieres compañía puedes sentarte, pero no te quedes ahí mirando como un tonto –dijo entonces la joven sin mirarlo, mostrando una sonrisa en cierta medida maliciosa, en cierta medida tímida-.

– ¿Me lo dices a mí? –dijo él intentando no tropezarse en las palabras, como le solía suceder cuando no conocía a su interlocutor-.

– A ti, por supuesto. No me digas que además de parecer tonto también lo eres. –dijo, esta vez mirándolo a los ojos- ¿Cómo te llamas?

– Me llamo Adrián, ¿y tú? –dijo él sentándose a su lado, aparentando tranquilidad-.

– ¿Por qué me estabas mirando?, ¿tengo algo en la cara? –espetó ella con cierto regocijo en el tono-.

– Soy nuevo y no tengo amigos por aquí. Solo quería saber lo que estabas dibujando –inventó de manera rápida para que ella no notase su inseguridad-.

– Yo tampoco tengo muchos, no te preocupes. La mayoría son unos idiotas. En cuanto al dibujo…, si te lo enseñase tendría que matarte. –cerró el cuaderno, lo miró durante unos segundos y él pudo darse cuenta de que lo que le había parecido un ser frágil y triste era en realidad algo mucho más grande-.

Tiempo después repasaría cada segundo de aquel encuentro. Encerrado en su cuarto durante horas eternas que simularían vidas enteras, como un náufrago dentro de su propia mente, como si en el laberinto de aquella historia que convertiría en interminable fuese incapaz de encontrar una razón para olvidarla, para pasar página, para comprender cómo la gente que lo rodeaba podía seguir tan campante, tan tranquila con sus vidas sin luz. Cubierta de tibias alegrías y ligeros pesares.

Sonó el timbre y ambos enfilaron las escaleras de vuelta a las aulas, él casi arrastrando los pies y ella cubriendo con sus brazos el cuaderno que contenía dibujos desconocidos.

 

– Adri, debes darle la carta –dijo la voz de un fantasma a su lado-.

– No puedo, no puedo entender por qué me elegiste a mí para hacer esto. Duele demasiado. –dijo él mirando cómo la gaviota desaparecía de su vista y las nubes grises se apelotonaban cada vez más, dibujando nuevas imágenes por encima de su cabeza. Las lágrimas y las gotas de lluvia se entremezclaban en su cara, imparables unas y otras.

– Confié en ti…

 

Habían quedado en el parque, como habían hecho las dos veces anteriores. Nuria tardaba en llegar y Adrián comenzaba a impacientarse. Lo único que hizo que se quedase fue que había quedado con ella y no con otra persona, le daba igual que pudiese estar jugando con él o buscando alguna forma de probar su lealtad. Si hacía falta se quedaría allí durante toda la noche, hasta que el basurero lo metiese en su camión y se lo llevase con el resto de cosas que el mundo olvida o desea olvidar.

– Hola –dijo Nuria cuando llegó, con un tono que no había percibido hasta entonces-.

– Hola, has tardado mucho en llegar. Pensé que te habría pasado algo. –dijo él con una media sonrisa-.

– No…, es que no me dejaban salir. Tendré que volver pronto. –volvía a sonar con un tono frío, una voz distante que se deshacía al contacto con el aire-. Toma, quiero que tengas esto –le tendió dos cartas, una que ponía su nombre y otra que simplemente rezaba: “Para mamá”. Adrián la miró sin comprender-. Sólo te pido que la leas cuando llegues a casa, que no la abras hasta que estés allí. La otra carta dásela a mi madre dentro de un par de días, solo a ella, a nadie más…

Acto seguido lo abrazó, algo que no había hecho nunca. Para Adrián aquello habría sido una bendición de no haber notado el temblor del cuerpo de Nuria, que daba la impresión de ser una hoja caída sobre una tela de araña.

– No te mereces esto, pero no tengo a nadie más. –le dio un beso en la mejilla y echó a correr a través del camino empedrado del parque-.

 

No pudo cumplir la primera promesa. Estaba inusualmente nervioso, como si algo se debatiese en su interior y lo alarmase. Una fuerza cruel y dolorosa.

Abrió la carta y la leyó, apoyado contra el muro de un edificio cubierto de pintadas. Al hacerlo comenzó a sentirse mareado, extrañado, confuso. Una serie de ideas que se agolpaban desde lo más profundo hasta la garganta. Tenía que ir tras ella.

El corazón le latía en las sienes de una manera frenética cuando enfiló la calle que daba al piso de Nuria. Entre el cansancio, el sudor y lo que había leído no era capaz de pensar con claridad. Solo podía imaginar, desear poder hablarle y decirle que no estaba sola, que ya no lo estaría nunca.

Unas luces azules, parpadeantes, hicieron que se detuviese en seco. Luces, gente arremolinándose, la garganta a punto de devolverle todo cuanto había sentido, leído, escuchado, visto en los ojos de ella…, sangre cayendo sobre un coche abollado y luego oscuridad, una oscuridad líquida y nauseabunda que le recorrió el cuerpo y no le permitió derramar ni una sola lágrima, una oscuridad que se apoderó de su mente cuando volvió a casa, arrastrando los pies y dejándose caer sobre el suelo.

Como ella había escrito: “La gente a la que quieres es la que más daño puede hacerte, la que es capaz de arrancarte en un segundo las ganas de vivir”, y eso era precisamente lo que estaba saboreando. Todo lo agrio, todo lo repulsivo que podía llegar a ser el mundo, sobre todo el mundo de los adultos, ese mundo que se cuela en el mundo de los críos y les arrebata el alma, les arranca a pedazos las canciones, las voces melodiosas y los juegos que salen de manera improvisada de alguna región ignota de sus mentes. El mundo de los monstruos, de esos que tienen trajes de personas normales; de policía, bombero, sacristán o incluso…, traje de padre.

Allí, tirado sobre el suelo, dejó de ser un niño. Allí, mirando el techo sin reconocerlo ni reconocerse a sí mismo en los adornos que pendían sobre las paredes, encontró una cueva inmensa, un cielo repleto de niebla en el que sabía que Nuria lo acompañaría para siempre, abriendo sus cajones, sonriendo con los dientes claros y los ojos brillantes. Allí, sabiendo que nada sería igual a partir de entonces, abrazó las dulces y delicadas costuras de la infancia y cerrando los ojos…, le dijo “adiós”.

 

Se acercó a la madre de Nuria cuando esta yacía sobre el sofá de una de las salas del tanatorio, con la mirada perdida en alguna parte del suelo y las manos sobre los muslos, con las palmas abiertas hacia arriba, en una postura totalmente antinatural, solamente entendible dentro del duelo y el shock.

– Nuria me pidió que le entregase esto, señora. Lo siento mucho. –articuló al fin, con las palabras atropellándose y deformándose en los labios-.

La mujer no dijo nada, simplemente lo miró extrañada y le dio un abrazo. Un abrazo que no sabía muy bien de donde venía, pero que hizo que la carga que llevaba fuese más liviana, más fácil de soportar.

– ¿Y tú quién eres? –dijo la voz de un hombre a su espalda, que supuso que sería el padre de Nuria-.

– Nuria me pidió que la carta se la entregase a usted. No quería que la leyese nadie más. –dijo Adrián en el oído de la mujer antes de erguirse, mirar al padre de Nuria de manera esquiva y marcharse-.

 

Se quedó fuera, bajo la parada del autobús. La luz del día ya comenzaba a desaparecer y el sol emergía entre las nubes, en el horizonte, rojizo y esquivo.

El autobús de línea que pasaba justo delante de su casa se detuvo en la parada y Adrián se subió, le pesaba todo el cuerpo como si llevase toneladas de piedras en los bolsillos. Realmente no sabía cómo podría ir al colegio al día siguiente, salir al patio y no ver a Nuria como la había visto en los días previos, con su libreta y sus lápices de colores. No sabía cómo sería su vida a partir de entonces, pero por lo menos había cumplido su promesa.

Y mientras pensaba en todas esas cosas una sirena y unas luces azules hicieron acto de presencia. Dos coches de policía paraban delante del tanatorio y se apeaban de ellos varios agentes. Una mujer gritaba, un hombre lloraba y Adrián se sentaba en un asiento del autobús con las manos congeladas y la capucha puesta.

 

 

– He ido a visitar a su madre siempre que he podido. Cada vez que vuelvo a la ciudad y recorro como un alma en pena el parque y paso delante del colegio, que ahora está pintado de color naranja, horrible.

Me trata como si fuera su hijo y yo le cuento cómo me va la vida. A veces la llamo y ella se enreda contándome cosas que yo no sabía de Nuria. No la culpo, a veces no nos damos cuenta o no queremos ver lo que sucede a nuestro alrededor. Casi nunca ocurre nada y por ello no necesitamos arrepentirnos, pero a veces…, a veces yo que sé, te das cuenta demasiado tarde y ya no puedes volver atrás.

Ojalá ella se hubiese dado cuenta de lo que pasaba, o el colegio, o yo hubiese salido corriendo detrás de ella, o ese desgraciado hubiese muerto antes… Pero las cosas suceden así y no hay botón para volver al punto de partida.

– ¿Has vuelto a verla? –preguntó la mujer, apuntando cosas en un cuaderno-.

– Sí, la veo. Pero no como antes. Antes era como si realmente estuviese aquí. Como tú o como yo, ya sabes. Ahora la recuerdo, la recuerdo y eso me reconforta. –dijo eludiendo la parte en la que al mirar a la psicóloga imaginaba a Nuria escribiendo en su cuaderno, dibujando cosas que él no podía ver, cosas desconocidas que si las supiera debería acabar con su vida. Sonrió, le hubiese gustado haber seguido bromeando con ella durante años-.

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