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Alimañas

Recuerdo a una niña, una niña con los pies sobre el abismo. Un muro desde el que me sonreía mientras la mano de mi padre tiraba de mí hacia ninguna parte, hacia el desconocimiento de un futuro que no comprendía todavía.

Recuerdo su mirada, jugando con el vacío que habitaba entre sus pies pendulares, entre la niebla que se levantaba sobre la hierba alta, entre los costados de un día que se perdería para siempre entre la madeja de pensamientos que sucederían a aquel…, hasta que, con el pasar de los años, volví a encontrarme con el pasado.

 

I. La huida

Corre entre los matorrales, cortándose varias veces con las silvas que parecen intentar oponerse a su paso. Corre mientras exhala frenéticamente nubes de vapor que se elevan sobre sus ojos y se pierden en el aire de la mañana.

Alcanza una valla que se eleva un par de metros sobre su cabeza y sigue corriendo, rodeándola hasta encontrar una zona por la que poder ascender. Salta, se encarama como puede sobre los barrotes húmedos y siente a su espalda un aullido que le hiela la sangre. Siente a su espalda lo que tantas veces ha tenido que evitar durante todo ese tiempo…

Algo explota, algo revienta y lo deja sordo. Pierde el equilibrio y cae hacia atrás, notando la calma previa al impacto en una fracción de segundo, algo que lo deja conmocionado, boca arriba sobre la hierba mojada, perdiendo la respiración al contacto con el suelo.

Se da la vuelta, buscando el aire. En sus ojos inyectados en sangre se vislumbra la falta de sueño y el terror, el terror de intuir lo que está a punto de suceder cuando la bestia lo atrape y lo devore, sin rastro de compasión. Y mientras piensa esto, roza el puñal que lleva amarrado a la cintura, como si eso pudiese salvarlo…

– Has tenido suerte… -dice una voz a su lado, que lo agarra y lo levanta a duras penas-. Podrías haber muerto reventado con la mina o devorado por ese bicho.

Se queda apoyado sobre la valla mientras la mujer que le ha devuelto a la vida comienza a enterrar una nueva mina y a marcarla con cal. No encuentra palabras bajo el paladar, sólo se limita a encontrar el aire que le faltó durante aquellos segundos interminables.

– Vas a tener que reponerte y ayudarme a apartar esto de aquí. No quiero que se acerquen más cuando huelan el cadáver. Ya tenemos suficiente con el ruido de la explosión y tu torpeza. Hay que ser muy idiota para venir corriendo hasta aquí e intentar escalar un muro de cuatro metros… Después podrás limpiarte, estás hecho un desastre.

Ni se había dado cuenta, tenía sangre por todas partes, sangre y trozos de algo que prefería no saber de donde provenían. Pero por suerte estaba bien, la mayoría de la sangre no era suya.

– Siento si los he acercado hasta aquí. Llevo días buscando un refugio desde que…, -de pronto se le volvían a atragantar las palabras y no era capaz de soltar el peso que llevaba dentro- desde que se enteraron de donde estaba mi familia.

– Todos hemos perdido a alguien desde que aparecieron. Perdona por haber sido tan brusca. Ahora, si te ves con fuerzas, ayúdame -dijo, dedicándole una sonrisa que extrañamente, a él se le hizo profundamente familiar-.

Enterraron los restos varios metros más allá y cubrieron el rastro con un espray que ella dijo que funcionaba, aunque él tenía sus dudas. Desde luego aquella joven, que se movía con la destreza propia de alguien que ha visto la muerte pasar ante su puerta demasiadas veces, parecía tener claro todo lo que hacía.

La mansión se elevaba sobre la colina, más allá del muro alto que había intentado trepar hacía un par de horas. Los árboles la ocultaban, unos robles viejos cuyos troncos no podían rodearse ni sumándose dos personas haciendo un círculo con los brazos. Recordó entonces que a lo lejos era posible vislumbrar una de sus cúpulas de madera, pero cuando estaba a pocos cientos de metros había dejado de verla. Como si estuviese jugando al escondite entre la vegetación, algo harto improbable en una edificación de esas características.

– La pinté de verde oscuro después de que unos vándalos nos robasen las provisiones. -dijo ella, leyendo sus pensamientos- Cuando el fin del mundo se acerca, los locos y las ratas son los primeros en sacar beneficio. Esa es una de las razones de que los demás tengamos que escondernos y ellos acaben devorados por los lobos. Al final son los últimos los que sacan algo.

– Ya…

– Perdona si hablo demasiado, hace tiempo que no veía a nadie. -pronunció la joven amagando una sonrisa que se perdió entre las comisuras de los labios y se desvaneció al instante-.

Por el rabillo del ojo, él pudo mirar unas cruces de madera, en fila entre los robles silenciosos. Y mientras se acercaban a las puertas de la casa, un arrendajo cantó torpemente las estrofas de una canción que daba la bienvenida al medio día, observándolos desde una rama, acicalándose las horas sobre sus alas azul cielo.

– Me llamo Diana, pero no me gusta. Prefiero que me llames «De», con la inicial me llega.

– Diana…, no me parece tan feo el nombre, podría ser peor. Podrías llamarte Alberto, como yo, eso sí que no sería recomendable difundirlo por ahí.

– Bien, encantada Alberto. Y antes de que me agradezcas el haberte salvado la vida y no tener que haberte enterrado a ti y no al «mutante», intenta lavarte. Te calentaré agua y podrás ducharte, no es mucho, pero tal y como están las cosas para mí lo es todo.

El agua recorrió su cuerpo, cayendo poco a poco desde un balde que se suspendía sobre su cabeza y llevaba un tubo que alcanzaba la alcachofa de la ducha. Le recordaba a cuando era niño y podía dejar su cuerpo mecerse entre las gotas de agua durante minutos, minutos que se escurrían entre sus dedos. Supuso que era así como sería el cielo, si es que existía, y con ese pensamiento dejó que las lágrimas se escapasen de sus ojos, como espías huyendo de lo que llevaba dentro.

La ropa limpia cubrió sus pesares, cubrió los días perdidos escondido entre matorrales, cubrió los aullidos y el crujir de dientes a pocos metros, cubrió el barro y la sangre, pero sobre todo, cubrió todas las heridas que llevaba dentro, o por lo menos, las hizo más soportables.

– Te queda genial…, esa ropa era de mi hermano. -La última palabra la pronunció en bajo, como si solo pronunciarla hiciese que algún fantasma oculto entre las sombras se despertase y los descubriese intentando suplantar su identidad- Supongo que eso ya no importa, pero en serio, te queda como si fuese tuya.

– Gracias, gracias por todo, de verdad. Llevaba días perdido, buscando un refugio. Nunca imaginé que hubiese alguien vivo tan cerca.

– No es necesario que me lo agradezcas. Eres lo mejor que ha aparecido por aquí, salvo que me demuestres lo contrario.

II. Prisión

Los días se suceden, con el vértigo de una calma impropia, de esos días que uno no desea que escapen de sus manos, pero que a pesar de sujetar cada segundo, acaban marchándose por la puerta, sin decir adiós.

Se cuela la luz a través de los barrotes que el padre de Diana había colocado en cada una de las ventanas de la casa. No debían pasar de las ocho de la mañana cuando sus pupilas dieron la bienvenida al día, todavía dilatadas por la oscuridad de los párpados.

Un ruido llega hasta sus oídos, como algo que se mueve en el piso de abajo, algo que roza o raspa la madera en busca de un hueco por el que colarse. Ya lo había oído antes y sin quererlo, su piel comenzó a erizarse bajo el pijama que le había prestado su anfitriona…

Recordó lo que semanas antes tuvo que presenciar en su propia casa, kilómetros más allá. Aquella casa que tuvieron que abandonar y a la que regresaron tras la guerra, la que creían que sería segura. Pero nada había seguro en la nueva realidad que gobernaba el mundo.

La respiración entrecortada mientras bajaba los escalones, el corazón palpitando desbocado en la garganta y los escalofríos en la nuca. Todo hacía que volviese a descubrirse a sí mismo en una pesadilla repetida, la de sus padres hechos jirones sobre el césped, la de los aullidos, chasquidos de dientes, y criaturas persiguiéndole a través del bosque.

El ruido se repetía cuando llegó al piso inferior, pero sin duda procedía del sótano. No había rastro de Diana, la había buscado en su habitación pero debía de haberse despertado antes que él porque la cama estaba hecha. Sin tiempo para buscar otra alternativa, cogió el arma que ella guardaba en uno de los cajones de la cocina y abrió la puerta del sótano, esperando a que algo se abalanzase sobre él.

Partículas de polvo avanzaron hacia el exterior, formando una cortina pálida al encender la luz que colgaba del techo. Pudo ver unas escaleras que conducían hacia abajo, hacia la oscuridad. Sin saberlo, una araña lo observó desde arriba, desde una tela invisible que había tejido durante mucho tiempo.

Sus pasos, temblorosos y torpes lo llevaron hasta una nueva puerta. El candado que se cerraba sobre el pestillo estaba abierto, permitiendo que cualquiera pudiese entrar. Con cuidado, entreabrió la puerta y asomó su mirada hacia el interior. Y lo que vio, lo dejó sin palabras, sin saliva en el paladar, que se había vuelto un lugar angosto y desértico.
Un ser de garras alargadas y pelaje oscuro raspaba los barrotes de acero que lo mantenían encerrado. Sobre los barrotes se extendía una especie de metacrilato transparente que estaba rayado en varias zonas, supuso que a causa de las garras del monstruo que se alojaba en su interior.

– Eso es lo que mató a mi padre –dijo Diana a su espalda, sobresaltándolo.

– ¡¿Cómo se te ocurre tenerlo ahí encerrado?! En cualquier momento rompe los barrotes y escapa, o peor, lo escuchan los de fuera.

– Imposible, es acero reforzado y el metacrilato hace que no se escuchen sus aullidos. ¿Por qué crees que no has escuchado nada desde el día que llegaste?, está controlado.

– ¿Y cómo coño tienes esto aquí? Es imposible que lo hayas construido tú sola.

– Mi padre trabajaba en la empresa que fabricó estas bestias. Cuando empezó a ver que aquello se podía escapar de las manos pidió que le construyesen esto bajo nuestra casa, para investigar con crías mutadas genéticamente. Fue entonces cuando se dio cuenta del terrible error que estaban cometiendo.

Alberto navegaba entre la estupefacción, el enfado y el terror. No sabía muy bien a cuál hacer más caso. Por eso permitió que Diana siguiese hablando.

– Él no creía que algo así pudiese pasar. Cuando empezó a trabajar en el proyecto simplemente le dijeron que se utilizarían para seguir rastros con mayor precisión, para la detección de minas antipersona o para temas de narcotráfico. Pero realmente estaban creando máquinas de guerra biológicas.

“Eso lo supo más tarde, cuando en las noticias empezaron a contar lo que estaba sucediendo en la frontera. No había que ser muy listo, si estabas trabajando en un proyecto así, para darse cuenta de que no era casualidad que una empresa multimillonaria como esa se hubiese interesado de tal forma en mutaciones genéticas y un año después se estuviese desencadenando una guerra entre países que desde hacía cientos de años no tenían problema alguno. Era el campo de ensayo perfecto para lo que pretendían hacer después.

Mi padre era uno de los mejores científicos de la compañía, por eso no prestaron demasiada atención a sus ensayos clandestinos y a sus pequeños hurtos, algo en parte enmascarado por su gran dedicación.”

Caminaba en círculos por la habitación, como intentando cazar las palabras entre los recovecos del aire, como intentando reconstruir el pasado para devolverlo a aquel preciso instante. Parecía hablar para sí misma, e incluso, en ocasiones, susurraba alguna palabra, que escapaba de sus labios como un tránsfuga en una noche fría en la que todo el mundo se ha dado cuenta de que no forma parte del grupo. Una manera de desahogarse más que de explicar.

– Quiso que comprendiesen que eran impredecibles, que como individuos podrían llegar a ser controlables, pero que en grupo… En grupo podían estar por encima de nosotros, aniquilarnos.

Pero no le creyeron, lo tacharon de loco, de haber trabajado demasiado y haber perdido el juicio. El ser humano se creía por encima de todo, de cualquier cosa, nunca podían pensar en su propia y más que probable extinción, en sus comodidades como especie dominante. Un pensamiento engañoso del que gana siempre, del que nunca aprende nada porque no lo necesita.

Mi hermano y yo nos quedamos solos en una tarde de noviembre, cuando a mi padre lo mataron mientras salía a correr a pocos cientos de metros de aquí. Yo era una niña y nos dejaron a cargo de una empleada de la empresa hasta que llegase algún familiar, pero no hubo tiempo para eso, el resto de la historia ya la sabes.

– Lo que no entiendo es porqué tienes todavía esto aquí –dijo él señalando al animal, cuyo aspecto recordaba al de un lobo mezclado con un león, un tigre, o ambas cosas a la vez-.

– Eso es lo que quiero enseñarte ahora, si me dejas.

El animal, que hasta entonces se mostraba inquieto, mordiendo los barrotes y arañando el metacrilato, se detuvo. Se sentó sobre sus cuartos traseros y miró al frente, como esperando órdenes.

– Todo lo que tuve que hacer fue seguir por donde él lo dejó. Tiene implantado un microchip que hace que sea más fácil de controlar, pero aun así no funciona del todo bien, por eso utilizo esto. –dijo mostrando con orgullo un mando-. Este aparato da una señal auditiva que nosotros no podemos escuchar, pero que para él es la señal de que debe permanecer inmóvil…

– ¿Y porque no hicieron lo mismo cuando comenzaron con esta locura?

– Porque pensaron que con infrasonidos sería suficiente. Porque en los ensayos funcionó y con lo que no contaban era con que les estaban engañando. Los animales siempre fueron más listos de lo que pretendían que fueran.

– Entonces tú tampoco sabes si él lo está haciendo.

– Es posible, pero ya lo he probado fuera de aquí, funciona.

– Tú sola, sin ayuda de nadie, ¿has sacado esto de aquí?

– Por eso nunca debes subestimarme –dijo mientras le daba un golpe en el hombro a un Alberto que mantenía una cara de perplejidad inaudita-. Y ahora ven, te contaré los planes que tengo…

 

III. Aullidos

Semanas más tarde, cuando la primavera salió de algún rincón oscuro con un día de calor impredecible, Alberto y Diana llenaban un par de mochilas con cosas imprescindibles. Ella se amarró la pistola de su padre a la cintura, recordando a su vez que aquella arma había sido inútil para él, pero que, sin embargo, en las circunstancias actuales era lo mejor que podía tener.

– Ya hemos investigado toda esta área, no hay ni rastro de gente –dijo Alberto señalando el mapa-. Quizá deberíamos probar por aquí…, cerca del río es probable que encontremos algo.

– Allí debemos tener cuidado, de niña fui unas cuantas veces y la pendiente es muy pronunciada. Ideal para emboscadas.

– Por eso tenemos nuestra arma secreta –dijo él señalando al animal, que reposaba sobre la hierba que circundaba la mansión.

Alberto se había acostumbrado a sacarlo de su prisión. La primera vez había supuesto todo un logro no echarse a correr, sobre todo cuando se le acercó a pocos centímetros, con sus colmillos saliendo por fuera de las fauces entreabiertas. Pero poco a poco le había cogido “cariño”, si es que algo así se podía sentir por una criatura que podía devorarte en segundos.

– Ya sabes que si nos encontramos con un grupo, él no podrá hacer nada. Pero por lo menos tenemos algo más que unas cuantas balas. –anunció Diana mientras abría el portal metálico que daba al exterior, al desconocimiento que guarda el futuro más próximo.

Un arrendajo voló entonces, sobrevolando sus cabezas fugazmente.

 

Silva el viento entre los árboles, los grillos cantan aleatoriamente bajo la hojarasca y un caracol, en busca frenética de humedad, se cuela bajo una señal tirada sobre el suelo, sobrevivirá a un nuevo día, pero por la noche deberá buscarse un lugar mejor.

Una pareja camina intentando no hacer demasiado ruido a lo largo de un sendero de asfalto cuarteado, la maleza y los árboles hacen que el sol forme inconstantes reflejos dorados sobre sus cuerpos y el suelo. A su lado, una bestia de melena negra y plateada hace todavía menos ruido que los otros dos, como si todo su peso se tornase en plumas livianas al contacto con el suelo. Su respiración un compás meticuloso y rítmico, olisqueando el vacío con una calma calculada.

El sonido del río, bajando suavemente hacia alguna parte que solo él conoce, comienza a gobernar los oídos de los jóvenes. Hasta que poco a poco el asfalto desaparece y da paso a un camino de tierra, cuya pendiente da a entender que la subida, el camino de retorno, será una sucesión de jadeos y quejas por parte del caminante inexperto. Sin embargo, en sus rostros no se aprecia nada de eso, esas cosas son parte de un pasado lejano, donde habitualmente la supervivencia no se ponía en duda.

Una construcción se divisa entonces a lo lejos, a orillas del río, silenciosa. Los árboles recortan su silueta y Alberto recuerda el día en el que llegó a la mansión en la que vive Diana, como si ambas edificaciones quisiesen evadir su presencia ocultándose entre la naturaleza floreciente, como si la humanidad hubiese pasado de aplastarlo todo a usar lo mismo que obviaba para protegerse.

– Ahí vive alguien –dijo Diana sin atisbo de asombro, sorpresa o emoción alguna-. Prepárate.

La antigua central eléctrica del pueblo llevaba tiempo cerrada, antes incluso de que todo aquello se escapase de las manos. Había sido sustituida por otra más actual, moderna y eficiente. Sin embargo la antigua jamás se derruyó, ni siquiera se vino abajo cuando la presa cedió y se llevó consigo a la nueva central, que quedó hecha escombros. La única evidencia del paso del agua sobre su estructura eran unas cuantas grietas y una línea gris a unos diez metros de altura, que daba a entender que el agua había llegado hasta ese nivel.

Diana había ido de pequeña con su padre y algunos amigos. Tenía el recuerdo de verla de lejos cuando bajaban hasta el río a sacar fotos y corretear con amigos por sus márgenes llenos de cantos rodados y rocas en las que se podría echar el día observando el curso interminable del agua. Guardar recuerdos era lo único que la había salvado desde que murió su hermano, era lo único que la había salvado de quitarse la vida, cuando ató una cuerda a una de las vigas de su habitación y se quedó durante horas mirando la ventana, subida a una silla. No quitó aquella cuerda hasta que apareció Alberto, no quería que aquel chico pensase que estaba loca o que había perdido la esperanza. De hecho, salvo en contadas ocasiones, jamás había perdido las ganas de vivir o la esperanza de encontrar alguna razón por la que seguir adelante. Aquella cuerda le recordaba que echarse a un lado era demasiado fácil, que lo difícil era ser valiente, y a ella jamás le habían gustado las cosas fáciles.

– Quédate aquí. –dijo Alberto a la bestia, que los miraba como entendiendo cada una de sus palabras-.

– Lo más importante es saber si está ocupada, buscar combustible y comida y marcharnos. Faltan menos de tres horas para el anochecer y ya sabes lo que eso significa.

Alberto asintió mientras sentía un escalofrío en su nuca. Los días eran peligrosos, pero las noches…, las noches eran como correr a través de un campo de minas con vendas en los ojos. Un despiste, un ruido, un paso en falso y tu cuerpo se convertiría en alimento para las bestias. Miró de reojo al animal, que se mantenía inmóvil a pocos metros.

– Si sabes lo que estoy pensando, más te vale salvarnos. –murmuró el joven sin que nadie lo escuchase.

La puerta de entrada estaba oxidada y las enredaderas habían ascendido a los lados como tentáculos de un calamar gigante sobre un barco a la deriva. Y eso hizo más evidente que alguien estuviese habitando el lugar, la puerta estaba totalmente accesible.

Diana golpeó la puerta, esperando a que alguien se asomase pero el silencio y el sonido del rio fueron los únicos que contestaron a su llamada. Volvió a golpear nuevamente y nuevamente el silencio respondió al eco de sus golpes contra la chapa. Se volvió hacia Alberto y la puerta se abrió a sus espaldas, sólo tuvo tiempo para ver en su cara primero sorpresa y posteriormente un atisbo indudable de miedo. Después, sombras.

 

– ¡Diana, Diana! –grita su padre echándose las manos a la cabeza y pidiéndole que se baje del muro-.

Vuelve a tener siete años y mira el prado que se extiende más allá de la muralla, con las mariposas volando, haciendo piruetas en el aire. Los pájaros, repletos de vida, atrapando a las hormigas voladoras que salen de sus escondrijos justo antes de la tormenta.

Puede ver a un grupo de gente cargada con bolsas y maletas, introduciéndolas en coches y marchándose hacia sabe Dios qué lugar. Y entre ellos un niño un poco más mayor que ella la mira, mientras su padre tira de él hacia el coche. Lo conoce porque ha ido más de una vez al río con él, a jugar sobre las piedras y bañarse en el agua fría. También su perro se va, el mismo que el día anterior pudo tocar por última vez.

– ¡Diana, Diana! –vuelve a gritar su padre, pero cuando se vuelve y lo mira ya no es su padre, es Alberto, es Alberto con una sombra que avanza a sus espaldas, devorándolo al instante.

Es de noche y hace frío.

 

Le duelen las manos, los brazos, la nuca, los pies…, está maniatada y su cuerpo se mantiene erguido gracias a un poste de madera.

– No grites Diana, sino vendrán… ¿Estás bien? -le dice la voz de Alberto, que la roza con una de sus manos para que se tranquilice, él también está atado, de espaldas a ella.

– ¿Qué ha pasado?

– Ha sacado una escopeta y te ha dado en la cabeza. Y a mí…, me dijo que no me moviese o te pegaría un tiro…

– ¿Ya se han despertado los niños? –dice una voz quebrada, una voz que parece susurrar y gritar a partes iguales.

Un hombre alto aparece ante Diana, que se da cuenta de pronto de que está en el exterior, desnuda, todavía con el sabor del sueño en la boca y algo perdida en todos los acontecimientos que ha tenido que digerir en tan poco tiempo. No hay ni rastro del animal que los había acompañado y eso evidencia su fracaso, aquella bestia jamás había formado parte del grupo.

El hombre le roza el mentón y le muestra los dientes, en un amago de sonrisa que le haría vomitar si no fuera porque le habían enseñado a reprimir la debilidad.

– ¡No la toques hijo de puta! –grita Alberto olvidando la primera cosa que le dijo a Diana tras despertarse.

– Eso, tú grita campeón, tú grita y avísalos de que estás aquí. ¡Pablo!, ven aquí y ayúdame a coger a la moribunda, ya ha tenido suficiente por hoy. A este lo dejaremos toda la noche a ver si por la mañana queda algo de él. Mientras tanto…, nos lo pasaremos bien contigo cielo. –dijo el hombre volviéndola a tocar, esta vez en el cuello.

Otro hombre, este en apariencia mudo, la sujeta y la lleva en volandas hacia el edificio de la central eléctrica. Diana no ofrece resistencia, todo le da vueltas y sólo alcanza a ver cómo el sol se oculta por el horizonte, justo antes de que la puerta se cierre y los gritos de Alberto se transformen en un susurro lejano.

– Ponla en la cama y espera a que vuelva, no se te ocurra empezar sin mí. –dice el que parece ser el líder del dúo, que desaparece tras un pasillo angosto y largo-.

El otro la mira, la mira con el vacío propio de una mente marchita y ella comienza a comprender lo que pretenden. En aquel mundo se había sentido de muchas maneras, pero jamás había estado expuesta a algo que la revolviese tanto por dentro, que la dejase a merced de la oscuridad más primitiva, que la aterrase de una forma tan extraña.

– El otro ha dejado de gritar, seguramente ya se haya convertido en alimento de las alimañas.

– Alimañas sois vosotros. –una lágrima recorre la mejilla de la chica, que imagina a Alberto devorado por las bestias, el mismo al que convenció de que buscaran supervivientes…, para finalmente morir a manos de lo mismo que querían encontrar.

– Sí, seguramente, pero tal y como están las cosas que más da.

Se tumba a su lado mientras el otro, que sigue callado, los observa desde una silla. Siente cómo le toca la cabeza, el pelo, largo y castaño que nunca se había preocupado en cuidar hasta que apareció aquel chico perdido, aquel chico que seguramente no volvería a ver. Siguió tocándola con sus manos toscas y enormes, ásperas… Siguió hasta llegar a su espalda, pero poco antes ya sintió que se moría, que no valía la pena esforzarse en continuar con vida en un mundo sin esperanza, donde sólo la basura se hacía cargo de lo poco bueno que vivía sobre él. Y entonces, sólo entonces, se dio cuenta de que todo había cambiado.

La puerta había volado por los aires, doblada sobre sí misma, hecha jirones. Alberto la agarraba por la cintura y le preguntaba entrecortadamente si estaba bien. El hombre que la había tocado estaba tirado a un lado, abierto en canal, y el otro…, el otro estaba siendo zarandeado en el aire, como un despojo mugriento, salpicando sangre sobre las paredes. Una bestia que parecía un lobo, un tigre, o ambas cosas a la vez lanzó el cadáver, que golpeó de lleno contra una barandilla metálica.

– Espero que no te hayan tocado esos monstruos…

– Estoy bien, estoy bien, de verdad. –le caían las lágrimas como nunca antes lo habían hecho, pero esta vez no era dolor lo que sentía, eran nervios mezclados con la alegría de haber encontrado lo que poco antes creía perdido-.

– Al final nuestro salvavidas ha aparecido –dice Alberto observando a la bestia, cuyos ojos dilatados todavía parecen buscar algo oculto entre las sombras, algo más que poder llevarse a la boca.

– Justo a tiempo… -dice ella sujetándose contra el cuerpo de Alberto para no perder el equilibrio.

– No podemos volver de noche a casa, es mejor que nos quedemos aquí hasta que amanezca…

– No podemos quedarnos –le cortó ella-. Si no han escuchado el ruido, olerán la sangre, debemos irnos ahora mismo.

 

La luz de la luna proyecta sombras fantasmales sobre el suelo y entre los árboles, que se mecen contoneándose junto a la brisa nocturna. Los aullidos se siguen escuchando cuando llegan al sendero de camino a la mansión, ya lejanos, como un murmullo que aparta el despertar tras una pesadilla oscura.

Diana recuerda la primera vez que sacó de la prisión al animal. Pensó en la pequeña mentira que le había contado a Alberto, en la historia de un microchip que jamás existió. Lo cierto era que aquella bestia se había criado con ella, la había ayudado a sobrevivir cuando se quedó sola y era la única compañía que había tenido en los últimos años. Siempre había confiado en que no le haría daño, ni a ella ni a Alberto, y al único que necesitaba convencer era a él. Esperaba que la perdonase cuando llegara el momento de contárselo, pero por el momento sólo necesitaba que estuviese a su lado. Llegar a casa y perderse entre las sábanas.

El animal sigue sus pasos mientras Diana y Alberto caminan, caminan unidos en un abrazo que parece sostenerlos a través de un cordel invisible. Caminan y los ojos de la bestia, que ya no lo es tanto, reflejan sobre sus pupilas una luna cristalina, una casa dada la vuelta, y dos figuras entrecortadas por la luz del satélite. Si hubiese alguien allí para verlo se daría cuenta de que algo ha cambiado en el mundo, o que por lo menos, bajo la sangre y la muerte, hay algo que renace una vez más.

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