La Influencia

La biblioteca emanaba una suerte de olores singulares, de aromas inconfundibles que arrastraban la prosa consigo, el verso húmedo y la tinta tímida que se diluía en páginas sin nombre, bajo cielos de papel.
Abrió la puerta de par en par, con un golpe seco. La nieve se coló entonces, con toda la furia que el viento le proporcionaba, con cada molécula perdida avanzando a través de las silenciosas estanterías.
– Estoy seguro de que es aquí, es lo que nos marca la máquina desde que llegamos, no puede ser casualidad.
– Pero parece todo tan tranquilo…
– Ya sabes cómo es esto. Presta atención.
No se les podía ver, un traje repleto de nanocámaras creaba una suerte de engaño para todo aquel que estuviese allí, sólo un brillo curvilíneo que se dejaba ver cada vez que cambiaban de ambiente lumínico delataba mínimamente su presencia, un desliz que ninguno de los científicos de la compañía había conseguido solventar.
– Ve tú por la izquierda y yo por la derecha, y esta vez intenta no hacer ruido. Recuerda que puedes hablarme en “modo pensamiento”, actívalo y no hables en alto. Ya no es un entrenamiento.
– “Perfecto” –dijo a modo de asentimiento, utilizando aquella forma tan extraña de comunicación, que tantos quebraderos de cabeza le había dado a lo largo de los años.
Sus pasos, a pesar de todo, eran audibles. Por ello avanzaron despacio a lo largo de las estancias repletas de libros, libros cubiertos de polvo que parecían querer gritar bajo sus cadenas de humedad y soledad. Libros que se sucedían, uno tras otro, como jamás había visto. En su tiempo ya no existían, en su tiempo aquella biblioteca ya había sido derruida. Recordó una excursión que hizo con sus padres al “Museo Etnográfico”, allí pudo ver por primera vez cómo eran los libros antiguos, su composición, su textura, su poco cuidado con el medio ambiente, o eso era lo que decían, la razón por la que habían dejado de usarse, para dar paso a los libros electrónicos primero, y después a las hojas sintéticas o la navegación psíquica, ese chip que servía para casi todo y que había permitido olvidar el uso de los teléfonos móviles o las inútiles y pasajeras pantallas de mano, aparatos que en más de una ocasión había visto en películas antiquísimas, en la ciencia ficción primigenia.
Estuvo tentado en más de una ocasión de coger alguno de los libros que reposaban, que dormitaban a la espera de que alguien abriese sus tapas y navegase entre sus párrafos, como flores en campos apartados de la vista. A pesar de ello no lo hizo, no lo hizo aunque sabía que, en teoría, aquello no afectaría al transcurso del tiempo, ya que lo normal era que nadie los tocase jamás. Aquellos años oscuros no estaban en la historia, se pasaba de puntillas a través de los hechos, de las guerras sucesivas y de la extinción progresiva de pueblos y especies. La vergüenza era todavía palpable, o eso era lo que quería creer.
De pronto algo lo hizo retroceder un par de pasos, uno de los libros, entre la inmensidad que se alzaba a sus espaldas, tenía intacta una huella de mano en su lomo, una huella que había hecho frente al polvo y quizá al tiempo. En letras negras y caligrafía angulosa pudo leer algo así como “El Guardián de lo Desconocido”, un título que nunca le habría llamado la atención ni recordaba haberlo estudiado, pero que sin duda alguien había cogido hacía poco.
Algo rodó por el suelo entonces, una bola negra cuya parábola y fricción contra el suelo hicieron que corriese hacia atrás esperando algo que ya había visto en su formación. Aquellos bichos invisibles que se habían propuesto parasitar el espacio y el tiempo de su civilización, peleaban con armas como aquella, que cercenaban miembros o simplemente te hacían desaparecer. Esperó tras una de las estanterías, mientras recargaba una de sus pistolas y con el rabillo del ojo observaba la sala, en apariencia solitaria, en silencio.
– “Me acaban de lanzar una de esas bolas… ¿Tú estás bien?”
Silencio nuevamente, silencio y nada más. Supuso que el chip estaría fallando, o que estaría usándolo mal nuevamente, cualquier cosa antes que pensar en la alternativa más probable, más amenazadora…
Se levantó y caminó hacia donde la bola había aparecido ante sus pies. Pero allí no encontró nada, entonces se dio cuenta de que el libro que había visto anteriormente había desaparecido, en su lugar se encontraba un ejemplar de “La Historia Interminable”, y a pesar de que lo comprobó un par de veces, no encontró la huella o el título de aquella obra desconocida.
La puerta se abrió de golpe entonces, un golpe seco que dejó entrar briznas de nieve al interior de la biblioteca, y junto a ella pasos que se perdían entre los pasillos. Notó que el pulso se le aceleraba y curiosamente, el libro volvió a aparecer ante sus ojos, sin explicación alguna, junto a la sombra de una huella en su lomo.
Con el corazón en la garganta caminó a través de las estanterías hasta encontrar el lugar donde se encontraba su compañero, éste se había quitado el traje y caminaba registrando los pasillos uno a uno, hasta dar con el que conducía al extraño libro, sólo entonces se dio cuenta de que el reloj se había atrasado cinco minutos, sólo entonces vio a su compañero apuntando hacia donde él había estado hacía un rato, observando los libros repletos de polvo, sólo entonces se dio cuenta de que todo había sido una trampa.
Una sombra agarró a su “compañero” por la espalda y lo estranguló, un segundo, apenas un suspiro y su cuerpo inerte quedó tendido en el suelo, arrastrado hacia uno de los pasillos contiguos. Se había quedado congelado, esperando a que cada cosa sucediese nuevamente, a que los detalles aflorasen uno a uno ante sí, como espectador de su propia vida, o de la que podría haber sido su propia muerte a manos de un traidor. La bola volvió a rodar por el suelo y un flash a continuación, un estallido de luz que lo dejó ciego momentáneamente. Las agujas del reloj neuronal volvían a estar en su sitio, y entonces un susurro en sus oídos hizo que se le erizasen los pelos de la nuca.
– Ahora que ya lo has visto, ven conmigo.
Las horas siguientes fueron un cúmulo de recuerdos resquebrajados. Algo en sus venas le decía que lo habían drogado, o peor, envenenado para dejarlo allí perdido, en las tripas de un tiempo que no le pertenecía, del que era simple observador, un extraño que navega sin rumbo, sin papel dentro del juego.
Sin embargo, cuando despertó al fin, cubierto de sudor, sobre una cama de sábanas blancas y una habitación que solamente habría podido ver en un documental de historia, se dio cuenta de que, al menos de momento, no iba a morir.
– Buenos días, ¿La habitación está a su gusto caballero? –una mujer pálida, con aspecto de no haber dormido en mucho tiempo, de pelo negro y ojos oscuros como el silencio de un búho en una noche de invierno, lo observaba como si fuese un trofeo.
– Em… ¿Qué coño hago aquí?, ¿Quién eres tú?…
– Cuidado con esa lengua, que esto no es uno de esos jueguecitos que tenéis tú y tus amigos psicópatas de hablar con la mente o vestiros de fantasmas como si todos los días fuesen Halloween.
– ¿Y qué sabes tú de lo que yo hago?
– Estoy segura de que sé más de lo que sabes tú. Todos los de este edificio sabemos más de lo que vosotros creéis saber. ¿A pesar de que tu compañero te ha intentado matar sigues creyendo que sois los buenos?, quizá se han equivocado contigo y era mejor haberte dejado allí tirado, disfrutando de una bala en la sien. –su voz era dulce y a pesar de ello no había ni un ápice de debilidad en su tono.
– No entiendo nada de lo que ha pasado, pero necesito volver a mi tiempo y explicar lo que ha pasado, sino…
El semblante de la joven cambió de pronto, una sombra pareció emerger al oír sus palabras, como si se diese cuenta de algo que había intentado evitar hasta entonces.
– Será mejor que me acompañes, vístete, te espero fuera.
Llueve, llueve y las gotas chocan verticalmente sobre su ropa, empapándolo de arriba abajo. Llueve y el frío cala en sus huesos, y los costados de la existencia misma se oprimen en un diminuto punto de su interior, donde el calor todavía sobrevive, intacto a pesar de todo.
Llueve y echa la cabeza hacia atrás, sin importarle lo más mínimo. Llueve y sus ojos abiertos, grises como las nubes que divagan en lo alto, parecen gritar un conjuro antiguo, un canto mudo al Sol, que todavía batalla incesante contra las sombras, ciego en la maraña nebulosa.
Se ríe, se ríe porque recuerda que ya no hay tiempo que añorar.
– Toda esta gente, todas las personas que ves aquí. Todas ellas interconectadas por ese centro neurológico que no tenemos idea de cómo funciona. Todas…, son tus hermanos.
Los acontecimientos y la información comenzaban a formar un nudo en su garganta, un bloque de hormigón que parecía querer bloquear su respiración y convertir su saliva en un polvo intragable.
– Entonces…
– Entonces, sí. –le cortó Zaynab- Todos los recuerdos que dices tener, todas las frases, todas las personas y todas las historias que dices haber vivido…, han nacido dentro de esa bola metálica. No existe ningún futuro al que ir Samuel, y cuanto antes lo afrontes, mejor.
Entonces el proyector se apagó y Zaynab le puso una mano en el hombro.
– No eres el único que ha pasado por esto, pero sí el único al que han querido matar tras el adiestramiento. El único, también, al que hemos conseguido arrancar de su “dominio” sin que se suicidase en el intento. Por eso creemos, pese a todo, que podrías acercarte a esa cosa y sobrevivir.
– ¿Pero para qué nos quiere?, ¿para qué nos utiliza de esta manera?
– Para aniquilarnos. Porque por sí misma no puede hacerlo y, pusiese quien la pusiese en ese lugar, sabía que era cuestión de tiempo que alguien se acercase a ella y quedase atrapado bajo su influencia. Por eso tiene un ejército y por eso el mundo se ha convertido en lo que ahora ves.
Samuel, cuyo semblante había transitado desde la incredulidad hasta el horror más absoluto, contempló por un instante el exterior. Las enredaderas ascendían a través de los ventanales de un viejo edificio, el musgo y la hierba se colaban entre las comisuras del asfalto cuarteado, y un perro o quizá un lobo de aspecto famélico, deambulaba en busca de algo que llevarse a la boca.
– Entonces soy un asesino…
– No, no lo eres. –dijo la voz de Lewis a su espalda- Que os utilice como arma no os convierte en eso. Cualquiera que se acerque a ella perdería la razón de ser. Lo importante ahora es que asimiles todo esto y descanses, te necesitaremos Samuel, ojalá no tuviésemos que pedírtelo, pero sinceramente, no tenemos alternativa.
Caminaba entre cables, recordando todo lo que aquel grupo de gente le había contado. De la poca gente que parecía lo suficientemente valiente como para enfrentarse a aquella máquina sanguinaria, a aquel monstruo cuántico al que en parte debía su vida, a aquella “influencia” (como la había llamado Zaynab) que parecía querer dominarlo de nuevo, a medida que se acercaba más y más a su superficie ovalada.
– “¿Por qué no te rindes? ¿Por qué quieres luchar contra mí?”
– “Cállate” –contestó mentalmente-.
Un coro de voces resonaba en su cabeza, como si estuviese utilizando a todas las personas que allí dormían, conectadas a su lazo invisible.
– “La sangre de tus hermanos está sobre tus manos, ¿no te parece suficiente el haberlos matado?”
Recordó entonces la explosión, la única forma de entrar allí era matando, destruyendo la fortaleza que habían construido durante años. La única forma de entrar allí, era convirtiéndose en lo único a lo que no querían parecerse.
– “Quizá te equivoques querida mía, no hemos matado a nadie”
En aquel momento Dewei y el resto estarían encerrando a los guardias y esperando a que saliese al exterior. El gas que los dejó dormidos no duraría mucho, era cuestión de tiempo que aquella esfera volviese a tomar las riendas de aquella muchedumbre sin conciencia.
– “Entonces no duraréis mucho…”
Los que hasta aquel momento permanecían dormidos en el interior de las cápsulas acristaladas, rellenas de líquido transparente, lo miraron fijamente. Una punzada lacerante cruzó su costado, un dolor indescriptible que lo hizo trastabillarse y caer al suelo, al borde del desmayo.
– “¿No entiendes que todavía tienes tiempo para recapacitar? ¿Qué si olvidas esos pensamientos tuyos, esas ganas por entender todo lo que te rodea, esa estúpida curiosidad, esa empatía…, todavía puedes formar parte de mí?”
– ¡Tú me creaste!, si no me querías así, podrías haberte ahorrado toda esta mierda. –dijo en alto, sobre el frío suelo, esperando que aquello pasase pronto-.
– “Todos cometemos errores, incluso yo”.
Recordó los campos repletos de cadáveres, algunos de ellos uniformados, algunos de ellos hijos de aquella abominación. Recordó la música de aquel vinilo que Zaynab se había empeñado en que escuchase, o aquella noche en la que intentó evitar que se la llevasen. Recordó los planes, las tardes buscando una solución, los incendios de las casas y toda una vida que realmente no había existido.
No podía quedarse tirado, el dolor también era un engaño.
– No podrás conmigo. –dijo incorporándose poco a poco y llevándose una mano al bolsillo-.
La máquina se rio en su cabeza, una risotada que era un coro de voces que atronaban en su mente y que en cualquier otro momento hubiesen hecho que se marease o perdiese el conocimiento. Pero hay días en los que uno cree que puede observar al sol sin nubes, sin filtros ni protecciones, y no quemarse, y no rendirse.
Su brazo izquierdo penetró en el interior de la bola gigante, desde lejos parecía tener la consistencia de un bloque de hierro, pero de cerca se podía comprobar que simplemente era algo viscoso, algo líquido o tal vez gaseoso que quizá tuviese vida propia y hubiese llegado allí procedente del espacio exterior.
– Ahora puedo verte, ahora puedo ver tu dolor. No eres más que yo, no eres más que nada.
Ahora gritaba, gritaba y las caras de sus esclavos, todavía dentro de las esferas cristalinas, expresaron horror, ira, una oscuridad inmensa que probablemente acompañarían las pesadillas de Samuel de no haber sido porque lo único que miraba era la esfera, la esfera y la bola negra que había introducido en el corazón del abismo, bajo la superficie de aquel ser sin definición.
Un temblor, una convulsión, una suerte de quejido que hizo reverberar el suelo. Sólo eso, mientras se echaba hacia atrás y esperaba el final, mientras observaba cómo aquello se diluía en el suelo, convirtiéndose en un polvo negro como el carbón.
Las gotas de lluvia impactan contra sus pestañas, una lluvia que arrastra las mentiras, los recuerdos inventados y la muerte.
Zaynab lo abraza por la espalda y nota su calor inmortal, a pesar de que las sombras pueden hacer que desaparezcan en la nada y todo vuelva a convertirse en la pesadilla que fue.
Pero esta vez sabe, tiene la certeza, de que se dará la vuelta y ella seguirá allí.