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Ábreme

Vuelve a escucharlo, por debajo de la cama. Una serie de arañazos, chasquidos que van y vienen, casi al compás de su respiración entrecortada.

Incluso de vez en cuando podía sentir una especie de susurro trémulo que parecía surgir, como si de un juego escapista se tratase, del interior de las paredes de ladrillo.

Entonces comenzaba el proceso de siempre, encender la luz, asomar cuidadosamente la cabeza hasta poder observar las patas de la cama y el somier desde abajo. Siempre con el mismo resultado, que la aliviaba por un lado y que por otro la mantenía en una alerta constante durante la noche, sin saber qué producía aquel maleficio del que parecía ser la única víctima.

Un par de días atrás, cuando su hermana fue de visita con la pequeña Helena, ambas habían dormido en el cuarto contiguo, que hacía las veces tanto de oficina improvisada para ella como de dormitorio auxiliar cuando tenía visitas. Ninguna de las dos habían escuchado nada extraño de noche, salvo el aullido de un zorro que solía rondar por la zona y al que ella misma había puesto el sobrenombre de «Guardián», en alusión a la novela de J.D. Salinger. Ya que en ocasiones lo había visto deambular entre el campo de maíz que tenía frente a su casa y le daba tranquilidad su presencia.

El caso es que se decidió a cambiar por unos días de habitación, por si algún ratón escurridizo había querido adueñarse de su cuarto y esa simple explicación diese con la clave a sus continuas noches en vela, así también se acostumbraría a dormir en aquella cama, ya que una semana más tarde vendrían los albañiles a remodelar la suya.

Y por suerte así fue, las dos primeras noches había dejado de escuchar ruidos, incluso había vuelto a escribir y a pesar de que su editor se empezaba a cansar de ella, creía que podría cumplir con los plazos acordados. Unos plazos y unos planes que se habían interrumpido de golpe cuando Alberto tuvo el accidente de coche y ella decidió marcharse de la ciudad… Intentó quitarse esos pensamientos de la cabeza, aunque jamás podría olvidar aquellos días, aquella espera interminable, aquel coche hundido en el mar, aquel reconocimiento de aquel cadáver que en nada se parecía al hombre que había conocido en la universidad. Nada ni nadie merecía pasar por aquello, aunque muchas veces, cuando la mente se desdibujaba en la bruma del silencio, creía que ella, entre todos los humanos que deambulaban por el mundo, era la única merecedora de tan amargo trago.

Los ruidos, los crujidos y chasquidos volvieron bajo la cama a los cinco días de haber cambiado de habitación y esto la asqueó. Ya no sólo era el miedo, era el odio que sentía hacia aquello que no la dejaba descansar, hacia aquello que había aparecido justo cuando los malos pensamientos y las sombras parecían abandonarla al fin.

Se puso la bata, cambió de habitación, cogió un saco de dormir que utilizaba cuando iba de acampada con su hermana y se dispuso a dormir en el suelo, con la luz encendida y el viejo calefactor dando vueltas a su lado. Poco a poco, con el silencio y el calor reinantes, se sumió en un océano de sombras…

Frío, frío por todas partes. La luz de la luna entra a través de las cortinas como si pudiese ella sola gobernar a la oscuridad, como si pudiese doblegarla, recluirla en un universo apartado de todo lo conocido. Pero la realidad era distinta para la vigía nocturna, la noche sólo la permitía presidir el cielo de vez en cuando, y aún así era un regalo venenoso, rodeada de tinieblas que podrían devorarla en cualquier momento, si tenían hambre…

Un chasquido, como de dedos que intentan seguir un compás, la despertó de pronto. La luz se había apagado, el radiador había dejado de girar y los crujidos habían vuelto, esta vez a su alrededor. No lo entendía, no lo entendía y todavía entendía menos la sensación inhumana de que algo hacía presión en su caja torácica como si fuese a aplastarla contra el suelo. Una silueta oscura se alzaba sobre su pecho, un ser de ultratumba que no le permitía mover un músculo y que además agarraba sus manos con una fuerza que jamás había sentido antes.

– Ábreme, ábreme… -dijo la figura entre susurros que fueron aumentando en intensidad hasta ser entendibles.

Ella respiraba entrecortadamente intentando que la noche acabase de una vez, con el corazón palpitando en los oídos de forma alarmante. A pesar de que intentaba cerrar los ojos no podía, como si aquello no se lo permitiese.

– ¡ÁBREME!, ¡ÁBREME! – los susurros se transformaron en gritos, con una voz que tenía toda una serie de cualidades que eran imposibles de mezclar y que aún así parecían sobrevivir en una misma voz. Como si un grito pudiese ser imperativo, sollozante y tranquilo al mismo tiempo, una marabunta de sensaciones que, entre el peso de aquello sobre su pecho y la laceración que parecía producirle en las muñecas hizo que perdiese el sentido, que lo perdiese justo después de entender, cuando los gritos cesaron, algo así como: «Nos vemos bajo el suelo».

Se despertó envuelta en sudor. El radiador giraba tranquilamente a su lado y la luz de la lámpara, junto con los rayos de sol del mediodía se conjuraban para crear una especie de sauna improvisada, que de no ser porque era diciembre habría jurado que se encontraba en la playa, en pleno verano.

Recordó entonces el sueño que había tenido, tan real…, tan real que necesitaba que hubiese sido un sueño, tan real que le había otorgado dos moratones rodeando sus muñecas… Llamó a su hermana y le preguntó si podría quedarse en su casa un par de días, mientras los albañiles preparaban su habitación y de paso hacer un par de trámites en la ciudad, excusas varias para no tener que explicar lo que le estaba sucediendo, lo que la estaba amargando noche tras noche, lo que la esperaba tras sus sueños cuando el reloj se perdía en su primera vuelta.

– Buenas tardes Isabel – había terminado de comer y Antonio, el jefe del grupo de albañiles a los que había contratado la llamó.

– Buenas tardes Antonio, dígame.

– Em…, esto… – el hombre intentaba hablar, sin encontrar las palabras adecuadas-.

– Si es por el tema de las humedades no os preocupéis…

– No es por eso no, es que hemos tenido que llamar a la policía-.

– ¿A la policía? -su hermana la miró desde el otro lado de la mesa sin entender, atenta a lo que Isabel hablaba por teléfono.

– Sí, es que…, hemos encontrado un cadáver emparedado bajo la tarima que usted quería cambiar y nos hemos quedado de piedra, nunca mejor dicho – el amago de broma pasó inadvertido bajo la sorpresa y la turbación que crecían dentro de Isabel-.

– Es…, estaré allí en media hora…

Quince años, quince años llevaba aquel cadáver bajo el suelo. Quince años de los cuales sólo dos habían pertenecido a Isabel entre aquellas paredes, entre las paredes de una pequeña casa que parecía tan inocente, tan solitaria y tan buen lugar para vivir como otro cualquiera. Quince años de la muerte de una anciana que había sido emparedada viva y cuyo hijo, único sospechoso del crimen, vivía tranquilamente en un piso de lujo, imaginando que nadie se percataría de que la denuncia por desaparición de una señora con alzheimer era falsa, o de que unos albañiles cualquiera encontrarían tan macabro hallazgo al cambiar la tarima flotante y el terrazo de la habitación.

No se volvieron a escuchar ruidos de noche, salvo por el aullido lastimero del pobre «Guardián», que acudía siempre sobre las doce de la noche a comer las sobras que le dejaba Isabel a las puertas de casa. Una casa que a partir de entonces podría descansar tranquila, tras el campo de maíz que se acunaba con el viento y parecía soplar, silbar como un coro de niños a la entrada del colegio. Y que, de vez en cuando parecía susurrar un «Gracias» que Isabel recibía sentada en el porche, escribiendo con calma la novela que llevaba tiempo intentando terminar y a la que seguramente titularía «El Guardián de lo Desconocido», sólo Dios sabe por qué.

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