Huellas en el vacío

Caminaba a lo largo de un angosto túnel, lleno de enredaderas negras, de hojas muertas y gotas de un líquido viscoso que no sabría describir. Era como si el corazón del mundo se hubiese dado la vuelta y en aquel momento se encontrase en alguna vena abierta, un folículo abandonado a su suerte y tomado por un ente externo, de naturaleza indefinida.
La lanza de poco le iba a servir en aquel lugar y lo sabía. Como también sabía que no podía volver atrás, esconderse como hizo siempre y dormir con un ojo abierto, con los dientes apretados y el estómago en un puño. Por eso olvidó el miedo, olvidó la desventaja, olvidó la angustia, olvidó el mar de dudas y las pocas posibilidades que tenía de volver a ver el amanecer de los soles.
Al fin pudo ver una cavidad más ancha, el túnel se hacía cada vez más grande. Una serie de pasillos interconectados que hedían a humedad y falta de aire. Y lo que lo hizo despertar, si cabe todavía más, fue un ruido, un traqueteo lejano que creía haber escuchado en alguna otra parte…
– ¿Qué es lo que ves? -dijo una voz en su cabeza, un eco sorpresivo que lo hizo tambalearse, darse la vuelta, mirar en todas direcciones para encontrar la fuente de aquella frase.
Tenía que haberlo soñado, algo fruto del estrés, de la tensión que se acumulaba en su cuerpo. Apenas había dormido durante los días previos, y cuando lo hacía, sólo podía soñar con sombras, con oscuros seres que bajaban del cielo rodeados de polvo, fuego y muerte.
El traqueteo, ahora ya claro, nítido sobre el sonido de su corazón palpitante, se convirtió en una constante. Una luz mortecina descendía en destellos purpúreos sobre su piel, revelando las sombras y figuras de un polvo danzarín que parecía ajeno a cualquier demonio, a cualquier clase de problema existente en el mundo.
Allí estaban, rodeando un artefacto enorme que se elevaba sobre sus cabezas y parecía perforar la tierra, el subsuelo, y quién sabe hacia dónde llevarían sus raíces metálicas. Y el ruido, un ruido atronador que le hacía pensar o creer que aquello estaba absorbiendo la energía de todo cuanto conocía, de todo lo que hacía posible su vida, de todo lo que existió antes que él y quizá después…, su casa, su hogar.
Las sombras lo ocultaban de la vista de aquellos seres, de aquellas criaturas que portaban cascos acristalados y trajes color plata. Criaturas que hablaban en un idioma ininteligible para él, y que parecían inquietos, como movidos por una fuerza ajena a su propio cuerpo.
De pronto, sobre las pantallas que rodeaban al monstruoso artefacto comenzaron a proyectarse imágenes, imágenes de algo que observaba desde la sombras…, no lo podía creer, no estaba seguro de lo que significaba, pero tuvo la certeza de que se estaba viendo a sí mismo. Y como activados por un resorte, todas las figuras siniestras miraron hacia él, buscándolo entre la negrura.
Comenzó a correr, comenzó a correr mientras todo vibraba, retumbaba, se desvanecía en el abismo de la nada.
– ¿Qué has visto? – le dijo un voz pausada, rítmica y melodiosa en los oídos. Una voz conocida y tranquilizadora.
– La verdad es que no lo sé, necesito unos minutos para entender…, para entender qué coño es lo que he visto ahí abajo.
– ¿Te refieres a que la pueden tener bajo tierra? -dijo la mujer, que se mantenía sentada frente a él en la silla-.
– Ya sabes cómo funciona esto. La voz no me da mensajes claros, no me explica dónde me encuentro ni lo que estoy haciendo, ni lo que busco… -bebió un largo sorbo de agua, era como si se hubiese pasado horas soñando, y sin embargo el reloj marcaba las tres y veinticuatro…, es decir, sólo habían pasado cinco minutos desde que entró en fase premonitoria. Sonrió, después de tanto tiempo usando aquello y todavía se sorprendía con la capacidad que la máquina tenía para llevarlo a lo más profundo de su subconsciente.
– Inspector, tenemos nuevas pruebas sobre la desaparición de Alicia… -el joven oficial entró exaltado, nervioso, con ojeras evidentes por la falta de sueño. Les tendió la carpeta que portaba en las manos y se mantuvo en segundo plano, expectante.
– Muchas gracias Pablo. -dijo el inspector levantándose y mirando las hojas que contenía el dosier. Al mirarlo se le iluminaron los ojos, cogió la placa y la pistola- Lo tenemos jefa, lo tenemos.
Se había pasado los días anteriores recabando pruebas y entrando en aquella fase que llamaban «premonitoria», durante los últimos años la policía usaba aquello con mayor asiduidad y él era el mejor enlazando las ideas que lanzaba el subconsciente. En realidad la máquina no hacía más que mostrar una mezcolanza fantasiosa, de lo que habitaba en su cabeza con respecto al caso y sobre los datos que se habían recabado a lo largo de la investigación.
La comisaria había llegado a pedirle que espaciase sus entradas y salidas de aquel universo onírico, temiendo que pudiese perder la cordura. No sería el primero que acababa suicidándose al creer que todavía estaba soñando, o volviéndose loco de remate. Lo que estaba claro es que allí no podía entrar cualquiera, y por eso se había prohibido la venta de cualquier aparato similar a cualquiera que no fuese del cuerpo policial, o que tuviese algún tipo de autorización estatal.
Mientras recorrían el bosque, recordó cada detalle, cada mensaje cifrado. Recordó que los cuerpos anteriores de los niños desaparecidos se habían encontrado con horribles quemaduras en las manos, como si el asesino pretendiese quitarles el tacto, el contacto con el mundo. Recordó también el ruido, el traqueteo, el extraño sonido que lo había acompañado durante innumerables sueños.
Por eso encontraron el escondite, por eso abrieron la tapa del foso. Por eso recordó que debía recargar su arma, porque posiblemente la lanza del sueño no fuese más que un recordatorio de que uno no debe adentrarse en la noche sin imaginar a los monstruos observando desde los rincones, desde los callejones inhóspitos del inframundo.
La linterna iluminaba el lugar a duras penas. Y de todas formas prefería que aquella luz no delatase su presencia. Por eso enfocaba únicamente a los pies, y con las manos iba tanteando las paredes mohosas y húmedas. Hasta que al fin, una luz suave y mortecina llegó hasta sus pupilas y apagó la luz.
Llevaba sin comer mucho tiempo, no sabía cuánto. Aquel hombre la miraba sin decir nada, sin articular palabra alguna. Se sentía cansada, la cabeza le daba vueltas, como aquella vez que había ido en la montaña rusa con sus padres, como si fuese a perder la consciencia en cualquier momento y las sombras la guardasen para siempre, en ese rincón que albergan para las cosas perdidas, en esa parte que disuelve la realidad y la transforma en algo diferente, más suave, menos terrorífico.
Entonces se introdujo en un sueño líquido, una vorágine de recuerdos y sueños entremezclados que la impidió ver cómo el hombre entraba, la observaba durante unos minutos y luego se acostaba junto a ella…
Era todo prácticamente igual que en el sueño, por lo menos en su esencia, en el sentimiento que transmitía, en la luz púrpura que lo inundaba todo, proyectada por unas luces que se disponían en tiras sobre el techo, haciendo que todo tuviese una connotación oscura. Entró, con la pistola al frente y el dedo sobre el gatillo, temiendo que aquel ser inmundo pudiese haber escuchado sus pasos.
Allí estaba, tendido en el suelo, semidesnudo sobre una sombra que se encontraba bajo su cuerpo. Al ver aquello no lo dudó y golpeó al hombre en la cabeza, dejándolo semiinconsciente sobre el suelo de madera. Cogió a la niña en brazos y salió de allí, cerrando la puerta tras de sí y dejando al monstruo encerrado en su propia mazmorra, asegurándose, eso sí, de que no había forma de abrirla desde dentro.
– ¿Que cojones haces? -dijo aquello levantándose y golpeando la puerta, con el miedo acrecentándose de pronto en sus ojos-.
Lo miró sonriendo, una sonrisa fría y siniestra que ni siquiera habría imaginado poder articular. Lo miró sin hablar, como si quisiese saborear el sufrimiento, saborear al fin el haber logrado encerrar a la bestia que lo había tenido en vilo durante tanto tiempo…
– La ha drogado, tiene rastros de hematomas en las piernas, pero no hay signos de violación. Habrá que esperar de todas formas al examen médico. Pero por lo menos sabemos que se pondrá bien. -dijo uno de los médicos de la ambulancia que ya les había acompañado hasta el lugar-.
– Bien, bien…, mantenednos informados. ¡Pablo! -dijo girándose y buscándolo con la mirada-.
– Dígame jefe.
– Quiero que seas tú el que llame a las familias y les informes de que lo hemos cogido. Primero llama a la familia de Alicia Martín y dales la buena noticia, como corresponde. Y dile a Tomás que a «ese» no lo saquen de allí hasta dentro de unas horas, quiero que se piense que lo vamos a dejar ahí encerrado y que se va a pudrir dentro de su propia celda.
– Perfecto jefe, y usted…
– Yo voy a caminar un rato, necesito respirar.
El viento soplaba suavemente entre los árboles, como si se tratase de una sinfonía armónica que susurrase cada hoja por separado, formando un coro uniforme que hacía que la hierba se contonease, bailase junto a aquel son improvisado. Entonces entendió que la máquina del sueño no era Alicia, sino que se trataba del asesino, encerrado en su propia trampa. Y aunque esto lo imaginó más tarde, algo en su interior le dijo que los niños eran aquellos seres que rodeaban a la máquina, la rodeaban y la encerraban para siempre en el corazón de sus propias sombras.
El tren pasó, fugaz entre la niebla que comenzaba a formarse. Un traqueteo inconfundible que lo hizo sonreír. Entonces se dio la vuelta y comenzó a caminar, dejando que su cuerpo se perdiera entre los árboles…