Pasajero del viento
Las larvas de mosquito danzaban en la superficie, con contoneos fantasmagóricos de sus translúcidos cuerpos, como si de estelas de sueños se tratase. Una ninfa de libélula, extraño ser con aspecto alienígena, observa inmóvil a los renacuajos, con sus ojos enormes y sus patas largas parduzcas, aguardando el momento preciso para atraparlos.
Sólo son vestigios de lo que serán, una parte de lo que en un futuro serán ellos mismos, pero que a la vez, por extraño que esto pueda parecer, serán otra cosa muy diferente. Por esto, la ninfa, al observar la superficie, intuyó por un segundo que el cielo sería su próxima frontera, si sobrevivía para contarlo. Y al hacerlo, la oscuridad se cernió sobre su figura, sobre todas las figuras que podía abarcar su mirada.
Caminaba, siguiendo el río, intentando que sus pisadas no quedasen marcadas sobre el fango. El día comenzaba a oscurecerse y sabía que entonces, cuando el sol cayese tras el horizonte, el mundo daría un giro de ciento ochenta grados. Debía encontrar un refugio cuanto antes.
Una alarma se escuchó entonces, atronadora entre las montañas, vaticinando lo que estaba a punto de avecinarse. Para entonces ya estaba cubierto de barro, de pies a cabeza. Aquella era la mejor manera de ocultar su olor, o al menos, la mejor que podía ocurrírsele en aquel momento.
La noche y su quietud, la oscuridad y sus silencios interminables. La negrura imposible de abarcar con ojos humanos, donde cualquier ruido es amenaza, y un suspiro propio puede ser luz para los depredadores. Es por eso que sus sentidos se mantenían alerta, con las venas de los ojos ardiendo como ascuas en una hoguera.
“Somos nosotros, pero no lo somos. Son la pesadilla que creamos por accidente, y ahora no podemos despertar.” Eso le había dicho su madre hacía tiempo. La misma madre que había intentado que no saliese en busca de su hermana, temiendo que pudiese perderlos a ambos en la noche interminable.
Cuando ya había perdido la cuenta del tiempo que llevaba esperando, escuchó un lamento lejano, una brisa de esperanza en el vacío circundante. Algo que lo hizo salir de su refugio, aquella gruta abierta en los márgenes del río, su hogar temporal. Y quizá, si aquella pesadilla no terminaba como deseaba, el último.
Al salir tuvo la sensación de estar siendo observado, observado desde cada rincón del bosque, desde cada rincón de cada esquina de su propio cuerpo. Como si los árboles y la brisa que se movía entre ellos estuviesen vivos, pudiesen verlo, y tuviesen la capacidad de arrastrarlo con ellos hacia las sombras, hacia el abismo. Y mientras su cuerpo se abría paso con cautela entre la maleza, en busca de la fuente del sonido que llegaba hasta sus oídos en forma de lamento, se dio cuenta de que pasase lo que pasase a partir de entonces, ya no sería el mismo.
El sonido del agua del río se había disuelto en el aire, como briznas de polvo al contraluz del sol. Y además de la claridad mortecina que proyectaba la luna creciente, no existía nada más, salvo de vez en cuando, alguna luciérnaga descansando sobre los tallos de alguna planta.
Allí estaba, en el centro de una explanada de varios cientos de metros, una figura humanoide parecía llorar, parecía pedir ayuda con un suave lamento. Un murmullo que se había ido acrecentando mientras se acercaba.
– ¡Sara, Sara!…, ¿estás bien?
La pequeña lloraba, con los ojos perdidos en la oscuridad. Y él, tras unos segundos intentando que hablase, siguió con cautela el camino que su mirada conducía hacia los árboles…, entonces supo que todo había sido una trampa.
La cogió en brazos, la cogió intentando no mirar hacia las tinieblas, hacia la luz de aquellos cuerpos, que como peces abisales atraían a la gente para alimentarse, para convertirla en parte de la oscuridad.
Los escuchaba tras cada paso, tras cada silencioso árbol. Siseando como serpientes, chasqueando sus dientes afilados…, y de vez en cuando, podía ver su luz, cada vez que se acercaban demasiado, como centelleantes ascuas en la noche sin estrellas.
Alcanzó el camino que llevaba a la fortaleza casi sin fuerzas, con el corazón latiendo en los oídos tan fuerte que parecía a punto de estallar. Y justo cuando el portón de entrada se encontraba a pocos metros de sus manos, algo lo golpeó por la espalda.
La niña cayó justo delante de la puerta y él se encontró de pronto en el suelo. Forcejeando con la bestia que tenía sobre él, una criatura de ojos inyectados en sangre, cuyos dientes se encontraban a pocos centímetros de su cuello. Babeaba, gritaba, se estremecía con una suerte de locura animal pintada sobre rasgos humanos, una locura que buscaba su piel; agarrándole, arañándole…, pero todo aquello cesó en un instante, con una flecha que atravesó su cráneo de lado a lado.
Allí estaba, como hace años, cuando era pequeño y se había quedado dormido en el parque de su vieja casa, a la que iba cuando quería olvidar que el mundo, o la vida ya no se podían considerar tal cosa. Una figura oscura, sin rostro, con arco y flechas a la espalda. Lo llamaban El Guardián del Bosque, el guardián de todo lo conocido y lo que quedaba por conocer. Un recuerdo de algo que ya no existía.
Mientras los soldados de la muralla lo agarraban y llevaban en volandas hacia la protección de los muros, junto a su hermana. Mientras su sangre manaba desde alguna parte de su torso y el canto del búho se elevaba sobre los árboles silenciosos. Pudo ver, o creyó ver, que aquella figura se adentraba de nuevo en las tinieblas, brillando como lo hacían los demonios de la noche.
El cuerpo, el caparazón de la ninfa quedaba ahora vacío, sobre la hoja de un nenúfar. Más arriba, observando en un ángulo de trescientos sesenta grados, la libélula asciende, volando sobre los peñascos, sobre las ranas que ahora, despojadas de su cuerpo torpe, podrían devorarla. Asciende sobre las copas de los árboles e incluso más arriba, como un extraño alienígena de cuerpo esbelto y ojos enormes, como un brillante pasajero del viento…
Ahora el cielo es suyo.