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Ángulos muertos

“Ya nadie vive sobre la montaña, ya nadie recuerda su figura entrecortándose sobre otras cumbres lejanas. Ya nadie escucha el viento soplando con fuerza y avanzando hacia las tejas rotas, hacia la colmena de abejas que se agolpan nerviosas entre las grietas.
Ya nadie es alguien sobre la montaña, y a pesar de ello la casa continúa llena de vida.
Un escarabajo corretea a lo largo y ancho de sus alfombras cubiertas de polvo, un ejército de polillas escalan los álbumes de fotografías y una araña de siete patas (perdió una peleando contra un ciempiés algo perturbado) las observa esperando que alguna se acerque lo suficiente como para convertirse en el desayuno perfecto.

Ya nadie vive en la casa, ya nadie escribe sobre la montaña, y a pesar de todo, todo continúa como estaba…”

 

“Memorias al Aire”, Jorge Valentín. 1995

 

 

 

Fuma en el porche, soltando pequeñas motas de humo en segundos alternos, formando volutas que se entremezclan con el aire y describen en el vacío una danza siniestra. Fuma mientras lee el periódico y piensa en la cantidad de mierda que navega entre aquellas palabras impresas, un lodazal de estiércol que bien podría servir para abonar su huerto. Al cabo de un rato, lanza el periódico hacia la hierba.

Observa las hojas volar, separándose en el viento, retorciéndose como si sufrieran la mayor de las penurias y en su infausto vuelo rezasen a algún dios desconocido, de letra ignorante y sin alma. Las ve volar y recuerda que las suyas no son mejores, que el editor vendrá a visitarlo pronto, en un par de semanas, y lo único que tiene son frases dispersas, anodinas, retales de ideas que se van escapando de su cabeza y que terminan, sobre el papel, difusas, exentas de gloria.

Coge la caña y los cebos, esos pequeños insectos brillantes, de plástico engalanado con pinturas verdes, azules, de tonos ocre y pintas plateadas. Coge también una de sus viejas mochilas y se echa a caminar a través del bosque, cuesta abajo, en busca del río, de la zona en la que tantas veces había vertido frustraciones, sueños, desengaños y ciertos triunfos que ahora no es quién de discernir, en la lejanía del tiempo.

 

Sobre la piedra, que parecía contener la silueta oscura de su sombra, lanzó el sedal y vio cómo el insecto ficticio trazaba una parábola perfecta en el aire, emitiendo destellos de luz que las ranas, desde sus escondrijos en el margen del río, observaban impasibles. Al contacto del insecto sobre el agua, recogió el sedal despacio, dando tirones hacia los lados de vez en cuando, con la punta de la caña baja, para simular el baile de un zapatero o una mosca caída sobre la superficie.

Repitió la operación un par de veces y otro par más, intentando que su mente no se enredase en el sedal, que se dejase llevar sobre el agua. “A ella no le habría gustado que pescase”, pensó mientras sonreía al verse reflejado en la superficie, con un aspecto deplorable. Y de pronto, como activado por un resorte invisible, la punta de la caña se tensó, notó un tirón y continuó recogiendo el sedal, más rápido, como su abuelo le había enseñado.

Observó cómo saltaba la trucha, dando coletazos mientras se aproximaba hacia donde él se encontraba, verdugo habitual del lugar, el pez más grande del estanque, con permiso de algún oso perdido que se dejase arrastrar hasta allí en primavera. La observó hasta que llegó a sus pies y la cogió, le sacó el anzuelo de la boca y la examinó con detenimiento, mientras esta, con sus ojos dilatados, boqueando en busca de oxígeno, lo miraba implorando compasión.

– Lo siento, pequeña, si ella estuviese aquí seguro que sobrevivirías un día más. Pero la dejé marchar.

Ya sabes que no es nada personal, es que algo tengo que comer…

La trucha lo seguía mirando, boqueando con más y más fuerza, dando golpes con su cola en la mano del hombre.

– Joder, me quieres hacer sentir culpable. Venga, anda, zalamera, lárgate de aquí…

Se metió en el agua, se arrodilló, con la ropa ya empapada y mantuvo al pequeño pez entre sus manos hasta que, de un coletazo final y liberador, se despidió, desapareciendo tras los juncos que bordeaban la ribera.

Se quedó allí arrodillado, con el reflejo del sol y del agua diluyéndose en sus ojos, recordando la última vez que el editor se había pasado por allí e imaginando lo que le diría en apenas dos semanas.

 

– Lo que no entiendo, Jorge, es por qué coño tienes que vivir aquí. En el pueblo solo hay un taxista y el tío hace lo que le da la gana. Aún por encima no hay carretera que llegue hasta tu casa, tardo media hora en llegar desde que me deja el taxista, en mitad de la nada. Esto te lo digo como amigo, no me malinterpretes, pero te vas a pudrir aquí, y no veo que esto contribuya a que escribas más. –dijo el editor sirviéndose otra copa de licor-. Si no tuvieses esta gasolina, que hace las veces de alcohol para las heridas, estoy seguro de que te encontraría muerto y roído por las ardillas.

– Si no quieres venir no vengas, no necesito el dinero para vivir, ya lo sabes. Y total, para lo que me llevé la última vez casi mejor no publicar nada. –respondió sonriendo, con una chispa de resquemor irónico en el tono-.

– Mejor no me hagas hablar de lo que escribiste la última vez. Si me hubieras hecho caso y hubieses sacado la segunda parte de tu primer libro habría sido un éxito. La gente te conoce por la historia de Diana. Con que hubieses puesto en el título “Alimañas dos” ya hubieses conseguido retirarte y olvidarte de mí. Pero no, el niño tenía que ponerse dramático.

– Lo tuyo es la novela de ciencia ficción, Óscar. No me taladres con tus monólogos materialistas. Si lo que quieres es eso puedes irte, hablar con tu amigo Castillo y dejarme en paz. ¿Cuántos libros tiene escritos ya?

– Uno por mes, entre él y sus “negros” no damos abasto. Si no fueses tan melodramático estarías como él, viviendo a todo tren, sin tener que recluirte como un ermitaño. –respondió Óscar rascándose el cuello-.

– Lo sabía, se va a escribir él solito una enciclopedia de papel higiénico. Por lo menos espero que tenga una textura suave. –respondió Jorge sonriendo ampliamente, en un gesto que sabía que molestaría a su interlocutor-.

– Bueno, déjate de gilipolleces. Enséñame lo que hayas escrito.

– Espera, voy a por el manuscrito. Ponte guapa mientras esperas que esto no se ve todos los días. –dijo Jorge levantándose de forma apresurada-.

Desapareció a través del pequeño pasillo de la cabaña, volviendo al cabo de un rato con la risa impostada de un loco, actuando como si aquello fuese una obra teatral.

– Mira, mira. ¡No te desmayes eh!, que esto es el nuevo “Don Quijote”, o mejor aún, el nuevo “Asesino del espejo” de nuestro amigo Castillo. Ya verás, ya verás, lee. Si necesitas agua para no atragantarte con tu propia saliva avísame, no querría tener que ocultar tu cadáver en el bosque. Los guardas forestales ya me buscan por pescar sin licencia.

– Joder, ¿¡pero qué cojones me traes aquí puto psicópata…!? -respondió el editor mientras escupía parte del licor de color indefinido sobre la mesa-. ¿Esta mierda era la que decías que tenía que venir a ver? –preguntó, cogiendo los folios llenos de tachones y garabatos al margen-.

– Sí, verás, es que te echaba de menos. Además, tengo que justificar que estoy haciendo algo, sino no me pagarías ni un céntimo.

– Lo que hago contigo no es un pago, es una donación, una obra de caridad. Si tu madre siguiese viva te arrastraría fuera de esta casa y te ahogaría en el río. Menuda desgracia de hombre.

– Calla, ¡anda! Que me voy a poner colorado y todavía no has empezado a leer.

– Mira, vamos a hacer como si no hubiese visto esta bazofia. Vas a pasarlo a limpio, vas a acabarlo, y en un mes estaré aquí de vuelta. –dijo Óscar, suspirando a mitad de la oración- Porque me caes bien y me haces reír, sino te daba por muerto y no volvía a pisar este lugar de mala muerte.

– Quién quiere enemigos teniéndote a ti…

– Anda, no me jodas, si aún tendrás el valor de quejarte. Venga, vamos a dar un paseo que me estoy ahogando aquí dentro. Por lo menos podrías limpiar de vez en cuando, que lo tienes todo hecho un asco. –espetó el editor mientras se levantaba y se llevaba una mano a la nariz-.

 

Se levantó y se sentó sobre la roca, dejando que los pies se hundiesen en el agua, colgando las rodillas sobre la superficie.

Lo que había escrito bien podría ser la historia de su vida, una historia inacabada, llena de chaladuras y vacíos que sólo Diana había podido rellenar en el corto espacio que habían pasado juntos. Corto por su culpa, por haberse enredado en otras relaciones insustanciales en un principio y por puro vértigo después, un vértigo que le había llevado a dejarla marchar, a pedirle que rehiciese su vida en otra parte.

No había ocultado que su primera obra era dedicada a ella; el mismo nombre de la protagonista lo decía, las sombras, el valor, la osadía, su motivación incansable por alcanzar cualquier meta que se propusiese, la luz que destilaba cuando no estaba inmersa en sus pensamientos más profundos, su voz… Era un crío enamorado viviendo en una carcasa vieja, un crío que había dejado un barco de papel sobre la superficie del océano y este le había dado la espalda, desapareciendo en la inmensidad. Como la trucha pocos minutos antes o sus padres cuando vieron que dejaba el trabajo para dedicarse a escribir y lo echaron de casa; como el editor, que a pesar de hacerle una visita cada mes lo había dado por imposible o como las letras, que ya no brillaban al posarse sobre sus dedos. En definitiva; estaba tranquilo estando solo, estando en aquel lugar perdido de la mano de Dios, pero a la vez el fracaso horadaba su fachada de hombre despreocupado y el amor que había dejado marchar lo sumía en una melancolía que en ocasiones lo hacían odiarse a sí mismo.

– Sigues igual que siempre, no cambiarás nunca… -dijo una voz a su espalda que lo sobresaltó-.

– ¿Diana? ¿Qué coño haces tú aquí? –escupió Jorge irguiéndose, con un temblor en la voz que evidenciaba la total estupefacción que recorría su cuerpo-.

– Nada, pasaba por aquí y me he dicho: ¡Venga!, vamos a saludar a un viejo amigo…

– Si esto no estuviese en medio de la nada te compraría el argumento. O has venido a matarme o a regodearte en mi desgracia, una de dos. Sea como sea me alegro de verte, tanto que creo que me he excitado y todo…

– Siempre has tenido el don de estropear cualquier momento bonito. Dame un abrazo y deja la pesca por hoy.

Se abrazaron en silencio, con el canto de una urraca de fondo. Se abrazaron mientras él sentía cómo todas sus defensas caían al suelo, extenuadas, temblorosas, jadeantes sobre la roca perdida en un punto inexacto del río. Si no fuera porque Diana suspiraba en sus oídos hubiese pensado que aquello era un sueño, o que quizá había perdido el juicio.

– ¿Lucas ha venido contigo? –preguntó él mientras se separaba un poco, algo aturdido-.

– Lo dejé hace tres meses, pero no te hagas ilusiones. He venido porque Óscar me pidió que lo hiciese. Me dijo que estabas bebiendo “gasolina” y que tenías la casa hecha un desastre, además me juró que estabas pensando en matarte. Cosa que no creo porque siempre te has querido demasiado, pero bueno, por si acaso aquí estoy…, pendejo. –dijo dándole un pequeño golpe en el hombro con el puño-.

– Hacía tiempo que no me llamabas así, eso es que todavía hay amor, amor del bueno. –dijo él en una mezcla de humor y emoción que se dejaba ver en sus ojos acuosos-.

– Lo que tú digas, ¡vamos! Quiero ver ese desastre que tienes en casa.

 

Las luces del techo, las copas sobre las mesas, la gente arremolinándose en corrillos, formando conversaciones insípidas sobre la marcha…, el cielo granate con un sol ocultándose al fondo enmarcado sobre una ventana que iba de lado a lado de la sala. A Jorge Valentín nunca le habían llamado aquellas “celebraciones”, aquellos festejos en los que la gente se vanagloriaba de haberse conocido, de querer parecer un peldaño más culta de lo que en realidad era, en algunos casos ni siquiera sabían lo que significaba serlo, pero llevaban trajes caros y eso los acercaba un poco más a aquel estatus social, a aquel supuesto prestigio que querían saborear disfrazándose de otro.

Se había dejado arrastrar hasta allí por culpa de Diana y del editor, que se habían empeñado en que respirase un poco el ambiente contaminado de la ciudad, para presentar un libro que había conseguido terminar el mes anterior, tras años de vacío y onanismo espiritual. Había conseguido enlazar las frases, los párrafos inconexos y crear con ello algo digno de ser impreso, no lo suficiente como para ser recordado, pero sí lo bastante bueno como para no formar parte de un retrete público de alguna playa perdida en la costa.

– Enhorabuena jefe –dijo un hombre trajeado a su espalda, de sonrisa amplia y tono afable, tan afable que a Jorge le dieron ganas de hacerle callar. Era demasiado perfecto, demasiado…, ¿artificial? O quizá lo que pasaba, en el fondo, es que le tenía envidia-.

– Gracias, aunque debería ser yo el que le felicitase a usted, señor Castillo. Su magnánima presencia es gratamente recibida por un servidor. Sin menosprecio de su señora, a la que ya saludé a la entrada.

Castillo lo miró de arriba abajo como si viese a una mala hierba en mitad de un jardín de petunias. Aquellos vaqueros y aquella camisa que no conjuntaban en absoluto salvo si uno estaba encerrado en una comisaría a las cinco de la madrugada, le parecían de lo más ordinario. Pero había que hacer de tripas corazón y entablar conversación con aquel ser inferior que se empeñaba en sacarlo de sus casillas a la mínima oportunidad.

– No podía perder la ocasión de verte. Desde que eres un ermitaño no hay forma de contactar contigo. Ni siquiera has venido a ninguna de mis presentaciones. –dijo Castillo sonriendo, una sonrisa de dientes color marfil que parecían sacados de un anuncio de dentífrico-.

– Es que no sabría a cuál de ellas acudir, mientras un servidor escribe un libro usted ya ha escrito cuarenta.

– Es lo que tiene ser constante, nada más.

– Ser constante y tener más de dos manos, ¿no le parece? –espetó Valentín mientras observaba a Diana acercarse a espaldas de Castillo-.

– Ha sido un placer entablar conversación contigo Jorge. Ya veo que sigues tan afable como siempre. Enhorabuena nuevamente y espero que tengáis una bonita velada. –dijo Castillo mientras se dirigía a Diana y le guiñaba un ojo-.

Dejaron que el fructífero escritor se alejase unos metros para comenzar la conversación. Mientras esto pasaba, Jorge se fijó en el vestido que llevaba Diana. En muy contadas ocasiones la había visto llevar vestido, tan contadas que podría enumerarlas con los dedos de una mano y seguramente le sobrarían. Lo cierto es que daba igual lo que llevase encima, tenía más clase que toda aquella muchedumbre de clase alta que se arremolinaba en el interior del salón de actos de la editorial.

– No lo soporto. Siempre es tan perfecto, tan…

– ¿Artificial? –respondió Diana leyéndole la mente, una cualidad que se había guardado siempre bajo la manga-.

– Sí… Para ti soy como un libro abierto. Seguro que con Lucas tendrías más incógnitas, sería más interesante que yo.

– Desde luego. Pero me he conformado contigo. Maldita mi suerte.

– Ya te compensaré escribiendo un libro en tu honor… ¡Mierda!, ya lo he hecho. Esto me pasa por ser tan precoz para todo. Pues te dedico un segundo libro si quieres, o una trilogía, o escribo una enciclopedia sobre ti…

– Cuando quieres te enrollas como una persiana, y antes cuando te dieron el micrófono para hablar dijiste que tenías gastroenteritis y que temías vomitar sobre el escenario.

– Bueno, a ver, sigo estando terriblemente enfermo, pero la presencia de mi buen amigo, el versado escritor, me ha devuelto el ánimo y el espíritu. Las buenas compañías endulzan cualquier mal momento, ya sabes… -dijo cogiendo una de las copas que descansaban sobre las mesas redondas de cristal que estaban dispuestas a lo largo de la sala-.

– Tienes suerte de que conduzca yo de vuelta al hotel, sino tendrías que pedirle a ese amigo tuyo que te llevase. Ya llevas unas cuantas copas, amigo. Eso sí, como te me pongas pesadito te dejo en el primer convento que encuentre. –dijo Diana enarcando las cejas y sonriendo-.

– Figúrate si voy borracho que hasta te veo terriblemente atractiva.

– Vale, ahora sí que te dejo plantado. Por idiota.

– Espera, espera, que me voy contigo. Dejamos aquí la copa, que es la culpable de todo y nos vamos.

Mientras avanzaban entre la gente, por el rabillo del ojo pudo discernir una sombra que se arrastraba entre los invitados, una figura que recordaba de su infancia, de un recuerdo tan lejano que bien podría haber sido una invención, algo fruto de la imaginación de un crío con ínfulas de literato prematuro. Recordó a su abuelo contándole la historia de un hombre que vivía dentro del alma de algunas personas, dentro de sus ángulos muertos, de sus personalidades ocultas, de su inconsciente más profundo, del lado contrario a sus conocimientos.

Su abuelo era pintor, tenía una gran imaginación, por eso a lo largo del tiempo había dado por hecho que todas aquellas historias eran fantasía, que sólo buscaba asustarlo o llenar su cabeza de aventuras imposibles. Sin embargo, cuando enfermó y ya no salía de su habitación, en una noche de invierno en la que decidió entreabrir la puerta para ver si dormía, pudo ver una sombra que se alargaba a su espalda, una figura humana que le saludaba, que le invitaba a entrar, a ver lo que había más allá de la oscuridad.

Creyó entonces, justo después de cerrar la puerta acristalada del salón de actos, que una sombra se despedía con una reverencia, desapareciendo en el aire como polvo en una pista de tierra, como si hubiese sido una visión religiosa nacida de una mente que se estaba marchitando.

– Tengo que dejar de beber Diana. El alcohol definitivamente es malo. –dijo Jorge Valentín apoyando su frente sobre la ventanilla del coche-.

 

Diana lo miró sin entender mientras arrancaba. Simplemente se limitó a asentir mientras lo miraba de reojo y se preguntaba si aquella historia tendría más capítulos a partir de aquel, si sus caminos seguirían confluyendo o si, en el azar de los días que vendrían, se separarían para siempre.

Deseó que aquel momento se congelase, que no desapareciesen ni él, ni el coche, ni la noche decorada de estrellas brillantes sobre el cielo de la ciudad. Deseó tener tantas palabras como él para describir todo lo que sentía, para poder dejarlo impreso a pie de página, al margen de alguna de sus historias.

“Nunca te enamores de un escritor. Viven de ilusiones, te regalan obsesiones y mueren más pobres que un ratón de campo”, le había dicho su madre años atrás. “No hay peor condena que esa”.

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