La Imagen
El agua grisácea se agitaba a su alrededor, balanceando su cuerpo con rabia, subiendo y bajando entre las olas que chocaban a su espalda contra las rocas. Por encima de su cabeza se alzaba el acantilado que segundos antes había saltado, una locura que no había necesitado pensar, lo hizo sin más.
La desesperación martilleaba su cabeza, no había tiempo para preguntas ni posibles respuestas, el tiempo jugaba en su contra. Se zambulló bajo las olas y abrió los ojos, la oscuridad era lo único que podía ver, extendiéndose a lo largo del océano. Volvió a la superficie, necesitaba respirar, quizá por última vez, uno, dos, tres… La oscuridad volvía a rodearlo, a jugar con él, a engañarlo como si solo fuese un muñeco de trapo atrapado en un baúl abandonado.
Avanzó, descendió con el único deseo de encontrarla antes de que sus pulmones volviesen a necesitar aire. Sus oídos se quejaban, su cabeza parecía querer explotar, pero se concentró en intentar ver a través de las cortinas negras que le rodeaban…
– ¡Ten cuidado!, ¡Deja de correr!
La hierba estaba mojada, no había parado de llover durante la última semana y todo estaba empapado. La fotografía había salido volando entre los árboles, y ella corría sin prestar atención a nada, esquivando raíces y piedras.
Él la seguía a duras penas, enredando sus piernas entre las zarzas y resbalando sobre el musgo y la tierra mojada.
De repente dejó de verla, y a continuación un grito… cercano, perdiéndose en el aire con el tiempo. Siguió corriendo y pudo contemplar el mar, chocando contra las rocas, y un cuerpo que poco a poco se sumergía bajo la espuma…
Comenzaban a arder, sus pulmones, pidiendo aire, buscando oxígeno entre el agua salada. La luz se perdía y sus ojos escocían, sombras bailando a su alrededor. “Muerte, muerte….” “Aire…” sus pensamientos luchaban, “ella, ella…”. Pudo vislumbrar una mano, aunque ya no sabía si era real o un simple engaño de la oscuridad, que jugaba con su mente. Pero agarró su palma, sus dedos, y ascendió hacia la superficie.
Era ella, sus ojos cerrados, pálida y fría. La atrajo hacia su pecho y comenzó a nadar hacia la orilla, luchando contra el océano entero, que se había conjurado en su contra.
La posó sobre la arena y le hizo el boca a boca… una… dos, y tres veces… Golpeó la arena desesperado, pues nada ocurría, el viento seguía soplando incansable, y las olas enmudecían cualquier ruido.
Abrió los ojos, tosió, buscó aire y miró el cielo como si no lo hubiese mirado antes. Sus ojos oscuros brillaban y él sonreía, y ella le abrazaba, y el tiempo se congelaba…
– La tengo –dijo después de varios minutos, mirándole a los ojos, sonriendo, sacando de sus bolsillos la imagen que poco tiempo antes había escapado de las manos del joven-.
– ¡Estás loca!… Era una simple fotografía…
– Lo sé, pero ha merecido la pena arriesgarse…
Se levantaron de la húmeda arena y caminaron durante largo rato, bajo el cielo gris de septiembre… El verano moría, y con él mil historias se fundían en sus mentes, probablemente para siempre…