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Sin Miedo al Vacío

Vuelve a escuchar esa canción, el recuerdo de mil momentos, la respiración de unos labios que ya no puede tocar.

Su mirada está vacía, porque él no está en ese cuerpo, ni siquiera es el que camina sobre ese suelo, ya no mira, solo recuerda.

Los acontecimientos se precipitaron y sus manos no pudieron contener el torrente de lágrimas, de soledad, y las nubes se convirtieron en una constante allí arriba… en el cielo gris.

La vida ha pasado y pasa por delante de sus ojos sin que él se mueva, siempre ha esperado y espera que las cosas lleguen a él, sin moverse, siempre esperando. 

 La soledad es la única compañera que podrá aguantar a su lado hasta el final. Soledad asesina pero otras veces amiga, soledad pura, sin límites, certeza absoluta de amargura eterna.

El sol ha aparecido entre las nubes después de días en penumbra, aunque él no pueda verlo ni sentirlo  rozar su piel. Las cosas se tiñen de una luz especial, los colores explotan en la calle con un sinfín de destellos, de brillos, de tonos incontables.

El mundo parece respirar de nuevo cuando se acerca la primavera, las superficies cambian, los rostros se transforman.

Sus pasos le han llevado hasta el muelle, el mar está en calma y lo único que escucha es el susurro que el océano le dedica, las pequeñas ondas que rozan la piedra con delicadeza.

Allí está el pequeño bote de madera, balanceándose con calma al son de las olas. La pintura que lo cubría es apenas una sombra sobre su casco desgastado. Esboza una pequeña sonrisa, le desamarra y se sube encima.

Rema hasta el viejo puente de piedra mientras el sol brilla a su espalda y cuando no puede más se deja llevar.

Miles de cosas ocurrieron durante aquellos meses, mil certezas cambiaron y otras simplemente se esfumaron. La vida se supone que es eso, un cambio constante de escenarios, de miradas y sonidos, un cambio, un giro, una ruleta inmensa que rueda sin parar.

Vuelve al muelle y deja el bote amarrado. Sale corriendo sobre los tablones de madera que jamás se mueven de aquel lugar, que se mojan cada día con el agua del mar…

Se da cuenta de que lanzarse no significa destruirse, sino empezar de cero, romper con todo y crear algo nuevo. Ha explorado cada espacio de su mente durante todo este tiempo, ha intentado averiguar qué es lo que quiere aunque siempre lo ha sabido, aunque siempre ha deseado lanzarse al océano infinito.

Camina hacia una taquilla, le entregan un billete, se sienta en la terraza de un pequeño bar frecuentado por gente que aparenta tener una vida que en realidad no tiene. Espera a que llegue la hora, con tranquilidad, con calma… Al fin y al cabo unos minutos no son nada comparados con una espera de cientos de años.

La hora ha llegado, los corazones palpitan de una forma distinta cuando algo está a punto de suceder, el tiempo parece ralentizarse y la cabeza vuela hasta el futuro próximo eliminando cualquier intermedio posible.

Cuando se da cuenta sus pies ya están recorriendo otro lugar, un espacio conocido, parecido y a la vez distinto a como lo recordaba. El autobús que lo ha dejado sobre el asfalto emprende de nuevo su camino dejando atrás una estela de recuerdos imborrables.


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