El insecto en la celda se marea,

da golpes y balbucea,

silba, pierde las alas,

se acicala, muerde los barrotes

y baja una nube, un puente

y tres pedazos de un recuerdo.

 

Hay luz, de agujero diminuto,

tapizando las neuronas

y algo de prosa

masticada en las rendijas

de dolores diversos,

de cuentos con tiento

heredado.

 

Vuelta tras vuelta la cadena gira

y con cada doce del reloj

la manija ahoga, de cuchillos de carne,

un óleo sobre lienzo

y sin hueco para el llanto

caduca el aliento.

 

Hay un insecto sin alas,

un reloj de pulsera

y un verdugo canturreando:

“La noche de estrellas queda lejos,

y un cuadro de tus labios,

que es gris y negro,

da el aviso

de que la cuerda

ha perdido ya diez metros.”

 

Se abre la puerta:

el insecto ya no vuela,

ya no corre,

ya no busca asidero;

ni a tientas, ni a claras luces,

solo calcula, aunque ya no haya cadena,

cuánto falta, para que ella vuelva.


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