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Viejo Amigo

Javier corría bajo la lluvia como alma extraviada del inframundo. Corría dando pequeños saltos cuando se encontraba con algún charco o algún riachuelo improvisado por la calzada. Corría e imaginaba a toda la gente que habría corrido como él por ese mismo camino, gente que probablemente estuviese ya muerta, gente que estaba separada de él por kilómetros y kilómetros de tiempo…

Una vibración en su mano izquierda lo hizo pararse. Se resguardó bajo el balcón de un edificio y leyó el mensaje que se reflejaba sobre la piel de su palma, en letras verdosas y angulosas que había elegido específicamente cuando se descargó la última actualización. Carolina se había marchado, no había tenido tiempo de despedirse.

Se apartó unos mechones de pelo de la frente y se apoyó de espaldas contra la pared húmeda. Algunos lo miraban extrañados, sin comprender por qué estaba mojado. Casi nadie se mojaba ya cuando llovía, unas cúpulas invisibles impedían que eso sucediese. Podían verse las gotas impactando y resbalando, con la gente caminando, totalmente seca. Pero a él, de vez en cuando, le gustaba sentir el contacto del agua sobre su cuerpo, sobre todo cuando necesitaba llorar.

– Esos chismes comen el cerebro de los jóvenes, chico. –dijo una voz a su lado-.

Al girar la cabeza pudo comprobar que se trataba de un anciano. El hombre miraba hacia el exterior, sin posar su mirada sobre él, como si el contacto visual fuese totalmente innecesario.

– Pase si quiere, está empapado. Puedo darle una toalla y prepararle un café caliente. Hace un frío que pela. –continuó hablando el hombre, girándose hacia el interior de la tienda, sin esperar una respuesta-.

Fue entonces cuando Javier se percató de que estaba ante una librería. “Librería Valentín”, rezaba un cartel desgastado y oxidado sobre el escaparate. Una luz anaranjada, agradable, tenue y casi escurridiza daba la bienvenida al observador. Los libros, repartidos en estanterías de madera de roble se disponían sin orden aparente, silenciosos, expectantes ante una nueva visita.

Cuando Javier se quiso dar cuenta ya estaba en su interior, hipnotizado por el olor del papel viejo y el café. Hipnotizado y anonadado por la visión de un negocio como aquel, que creía ya extinto después de que, en el atardecer de los tiempos, el papel hubiese sido sustituido por la pantalla y más tarde por la “lectura palmar”.

– Esa tal Carolina debe de haberlo dejado a usted hecho polvo, compañero. Pero no se preocupe, todo en esta vida sucede por alguna razón. O, de no ser así, hará que encuentre una nueva historia que merezca la pena.

– ¿Cómo sabe lo de…? –musitó Javier sin poder terminar la frase-.

– Por su mano, joven, por su mano. Llevan sus vidas como escaparate y ni siquiera se dan cuenta.

Javier se sintió avergonzado y tocó uno de sus dedos. La pantalla entonces se apagó con un sonido similar al de un chasquido.

– ¿Cómo le gusta el café señor…? –dijo el anciano inclinándose hacia él, con una sonrisa que acrecentaba sus múltiples arrugas-.

– Me llamo Javier. Con leche y azúcar si es posible –inventó el muchacho, sabiendo que detestaba el café-.

– Javier Conleche Yazúcar, curiosos apellidos. Debe ser usted extranjero. –dijo el anciano acrecentando su sonrisa y viendo cómo Javier lo miraba sin entender-. Es una broma, ahora se lo traigo. –añadió desapareciendo a través de una cortinilla de bolas pendulares.

El joven esperó al anciano, y mientras lo hacía echó a caminar entre las estanterías. Los libros parecían llevarlo, conducirlo hacia las sombras. Parecían observarlo, llamarlo de alguna forma inaudible pero que, de alguna manera, sentía. Como cuando caminas por el pasillo de una casa en penumbra y sientes que algo, o quizá alguien, te mira desde las sombras, haciendo que los pelos de la nuca se tensen y un escalofrío recorra tu cuerpo. Así, o más o menos así, se sentía Javier cuando llegó a los tomos que se encontraban al final de uno de los pasillos que surcaban la librería en paralelo.

“La Insoportable Levedad del Ser”, “El Desierto de los Tártaros”, “Novela de Ajedrez”, “Marina”, “Crónica de una Muerte Anunciada” … Aquel lugar no parecía tener un orden concreto, como si al anciano no le importase lo más mínimo el orden alfabético o la temática de las novelas. Parecía un caos, un caos que hacía que uno se perdiera en su inmensidad, en una inmensidad breve, una inmensidad que cabía en una pequeña y humilde tienda de barrio, olvidada en una ciudad que había borrado su pasado.

– Escoja un libro. –dijo el anciano a su lado, tendiéndole una taza de café-. Escoja un libro o deje que sea el libro el que lo escoja a usted. Muchos autores han teorizado al respecto, aunque, entre usted y yo, creo que la mayoría son majaderías sin fundamento.

– Apenas he leído nada desde que me fui del instituto.

– Nadie es perfecto. Aunque no hay nada de malo en ser lector tardío. Adelante, tómese su tiempo. Elija uno. –repitió el anciano enarcando una ceja-.

– ¿Puedo preguntarle por qué no los tiene por orden?

– El orden es subjetivo en muchos casos. Aquí, en este lugar, los libros están ordenados por sentimientos. Aunque no lo parezca, seguro que cuando usted pasó por la estantería de terror sintió miedo, por ejemplo. –explicó el anciano sin percatarse de la mueca de sorpresa en el rostro del joven-. Esta que estaba observando ahora es la única que va por libre, es la estantería de los libros que un humilde servidor considera indispensables. Aquí uno siente un compendio de cosas, como si algo se removiese por dentro. Insisto, amigo mío, busque, déjese llevar.

Javier se quedó solo, con la única compañía del café que iba bebiendo a pequeños sorbos, quizá el mejor café de su vida, justo el día en el que se suponía que debía estar triste. Carolina había recogido sus cosas el día anterior, sabía que se marcharía al sur y que no volvería, las discusiones se habían vuelto insoportables en el último año y ya no quedaba nada más en el aire que resentimiento, un resentimiento pesado, tosco, casi palpable. Y a pesar de ello, cuando se sentó en la mesa de su trabajo y echó un ojo a su reflejo sobre el vaso de agua se sintió ridículo, se sintió solo y quiso echar a correr, despedirse al menos de ella. Pero su camino lo había llevado a las puertas de otra historia, a los regazos de unas letras cubiertas de un manto de dudas, de interrogantes.

Y fue así como sus manos se toparon con un tomo, un libro que cogió casi sin pensarlo. Lo sopesó en el aire y comprobó que tenía unas trescientas páginas. En el índice podían leerse varios títulos: “Memorias al Aire”, “Los Visitantes”, “Alimañas”, “Ángulos Muertos”, “Nuria” … Pasó unas cuantas páginas y leyó la dedicatoria: “A Diana, que me mira y me escucha sin que yo le dé ninguna razón para hacerlo.”

 

Javier caminó, arrastrando los pies hacia el mostrador. Su cabeza gacha observando la portada del libro y los ojos brillantes como si hubiese encontrado “El Santo Grial”.

– Al fin se ha decidido, caballero. –dijo el anciano observando su expresión maravillada-.

– Sí, creo que este es el libro que estaba buscando. –contestó el joven tendiéndole el ejemplar-.

El anciano se quedó boquiabierto durante unos segundos y su expresión cambió totalmente. Había pasado de la seguridad y tranquilidad iniciales a una sorpresa y nerviosismo palpables.

– ¿Cómo has encontrado este libro? –preguntó el anciano tuteándole de pronto-.

– Como dijo usted, quizá fuese él el que me eligiese a mí… -argumentó Javier terminando la frase en un susurro-.

Entonces el anciano se recompuso y amagó la misma sonrisa que le había dedicado con anterioridad. Si acaso, algo más torcida y triste.

– Así me gusta, que tenga memoria, joven. La gente suele preferir olvidar a convivir con los recuerdos.

– Sí, y pienso que este libro puede ayudarme también con eso. También me ha parecido curioso que el apellido del autor sea el mismo que el de esta librería. Jorge Valentín, es bonito.

– Los hay mejores, sin duda. Pero ya vendrá a por más después de leer ese panfleto, como punto de partida puede servir.

– ¿Cuánto le debo? –preguntó Javier sacando la cartera-.

– Invita la casa. Prefiero que me devuelva el favor leyendo y volviendo por aquí a menudo. Ya me pagará más adelante.

Javier intentó insistir, pero el anciano se negó en redondo. Al cabo de un rato salió por la puerta, con el tintineo de la campanita de entrada sonando como un pajarillo en un bosque de silencios.

Jorge Valentín lo observó caminar entre la gente, mojándose, con el libro bajo la chaqueta y la cabeza alta. Lo vio girarse y saludarlo con la mano desde lejos; pura ingenuidad, pura y dulce juventud. Un muchacho sin pretensiones que se había topado con él en el ocaso de sus días.

Miró hacia las estanterías, miró hacia la oscuridad que pendía sobre los libros del fondo, intentando buscar una explicación para la aparición de aquel ejemplar, que había escrito hacía ya más de cuarenta años.

Supo entonces que el ángel seguía allí, en una esquina, observándolo. Supo que aquella silueta antigua todavía tenía planes para él, que de sus ojos color ocre se podían intuir caminos alternativos para la misma historia, que el ocaso podía no ser el final, sino un nuevo comienzo, uno en el que no tuviese que perder todo cuanto quería por ser un mero espectador, un títere fofo meciéndose en una butaca llena de enredaderas.

Apagó las luces y encendió un cigarrillo. Aspiró varias veces y dejó que la punta incandescente formase a su alrededor una realidad sucinta, simple. Una realidad de sombras y brillos de puro y llano desconocimiento.

– Nos hemos vuelto a encontrar, viejo amigo. –dijo Jorge Valentín hacia las sombras.

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